Llevo 11 días sin un beso de mi esposa, estoy en el País Vasco y llevo una semana de días grises, lluvia y tormentas. Y apenas anteayer, después de 6 meses tierra adentro, vi nuevamente el mar. El Cantábrico, helado y con un oleaje tremendo, en medio de un atardecer gris, en el que el sol asomaba tímidamente algunos segundos y apenas lograba calentar a las parejas que se besaban en la arena o, a las más osadas, que se besaban dentro del agua.
Ausencia de besos, mar y parejas de enamorados. La suma de todas esas cosas me llevó a pensar, ¡vaya cerebro el mío!, en un lugar amado, lejano y cálido, mucho mejor para los besos y el amor: el malecón de mi querida Habana.
Cuántos besos habré dado, recibido, o intercambiado en el largo muro del malecón. Sentado, recostado, de pie, acostado, en todas las posiciones posibles y a todas horas. Bajo la lluvia o el sol, y en las noches. Aunque mi hora favorita es el ocaso, que una puesta de sol se disfruta más con un poco de amor y erotismo en el ambiente. No podría recordar mi primer beso en el malecón, aunque sí tengo nítidos recuerdos de los últimos.
Pero esto no va de mis historias (que me las llevo a la tumba), sino de los muchos amantes que se refugian en el que posiblemente sea el lugar más popular y fotografiado de La Habana. Amantes de todas las edades, de todas los colores y nacionalidades. De todas las preferencias sexuales habidas y por haber, que nuestro malecón no discrimina, al contrario, es como diría el poeta, “abierto, democrático” como el mar que lo baña eternamente.
Son tantos y tantos los amantes del malecón que entre los vendedores furtivos que lo recorren no faltan los que ofrecen pastillitas azules, de esas que dicen que elevan el espíritu. O algunos más originales como uno que cierta noche pregonaba a grito pelado el “viagra cubano”, una especie de melcocha elaborada con guarapo de caña y otros ingredientes afrodisíacos que no recuerdo, pero que el tipo detalló con rigurosidad científica e insistencia, aunque no logró convencerme de probar tal engendro.
El malecón invita al romance, desde el más crudo hasta el más tierno. Sería imposible saber la cantidad de adolescentes, de jóvenes, que han dado en él su primer beso, su primera caricia, siempre junto al muro al salir de la escuela, ajenos al bullicio, a los curiosos y al infaltable que mientras pasa les grita alguna barbaridad, muestra excelente del choteo que nos caracteriza y que tan bien reflejó Padroncito en sus Vampiros en La Habana.
También sería imposible de calcular la cifra de habaneros que hemos sido concebidos sobre su muro.
Los amantes del malecón siempre han estado ahí y siempre estarán. Ese muro que podría ser bautizado como el de los gemidos, jamás como el de los lamentos, es un lugar mágico de La Habana donde todos nos hemos besado, abrazado y hecho lo que hay que hacer.
Ojalá pronto pase esta pandemia, podamos botar nuestras mascarillas y lanzarnos todos al malecón, para que su muro sea inundado nuevamente por los besos, las caricias, los jadeos y el amor. Ojalá ese día llegue pronto y yo pueda estar entre mis compatriotas, cámara en mano, retratando los instantes mágicos, las miradas cómplices, los besos furtivos o exhibicionistas. Ojalá ese día la mujer que amo esté a mi lado para besarnos nuevamente junto al mar que tanto amamos.