Una parte del complejo de la Muqata está detenida en el tiempo, concretamente en octubre de 2004. Se trata del búnker en el que instaló sus oficinas y residencia el entonces presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Yasser Arafat. Ocurrió durante los días finales de un asedio militar israelí que lo mantuvo confinado casi tres años en estas instalaciones.
La Muqata, ubicada en Ramala, Cisjordania ocupada, fue construida a principios del siglo pasado durante el mandato británico y se utilizó como prisión. Hoy alberga la sede de la ANP, el Museo Yasser Arafat y un pequeño mausoleo con los restos del líder palestino edificado poco después de su muerte en 2004.
Arafat descansa bajo una lápida construida con piedra de Jerusalén. El suyo no es un descanso eterno, sino provisional. Su pueblo sueña y espera la creación de un Estado Palestino y la recuperación de Jerusalén, ocupada por Israel desde 1967. Cuando ese día llegue, los restos del líder palestino deberán ser trasladados al Domo de la Roca, en la Explanada de las Mezquitas, el tercer lugar más sagrado del mundo islámico.
El museo es grande, está muy bien montado y narra a través de audios en varios idiomas la historia de las luchas del pueblo palestino por conquistar la soberanía.
Hay imágenes del mandato británico, de la guerra de los Seis Días, de la primera y segunda Intifadas; documentos históricos; registro de la firma de importantes acuerdos como los de Oslo o de la cumbre de Camp David. Además, conforman la muestra objetos pertenecientes a Arafat: sus gafas, su icónica kufiya —el típico pañuelo palestino—, su pistola y su uniforme verde oliva.
En muchos aspectos el museo me recuerda los de Cuba. El tema de las luchas de liberación, la justeza de una causa, la veneración al líder. ¡Hasta los visitantes recuerdan nuestros museos! Una de las tres veces que he ido me topé con un grupo de niños palestinos, uniformados y con pañuelos al cuello. Acudían al museo con banderas palestinas y fotos de Arafat y Abbas, el actual presidente de la ANP. ¿Suena familiar?
El recorrido termina con una visita al sótano convertido en búnker en el que Arafat pasó sus últimos días con miembros de la dirección de la ANP y su escolta personal, antes de ser hospitalizado en Clamart, Francia. El sitio se mantiene como entonces, o así nos lo cuentan. Hay sacos de arena en las ventanas, bidones de gasolina, fusiles AK recostados a la cama de los escoltas, colchones en el piso, uniformes militares tirados aquí y allá. Reina el caos, como debió reinar aquellos días en que un pequeño grupo de personas resistía intensos ataques refugiados en un sótano.
Se conserva el salón de reuniones con el escritorio usado por Arafat y una foto del Domo de la Roca al fondo. El búnker incluye una cocina y una habitación mínima en la que dormía el líder. En un armario siguen colgados sus uniformes. Hay un viejo televisor, una estufa y un aparato de respiración artificial.
Pero de todo el complejo lo que más me impacta es una foto. Está casi al final, antes de acceder al búnker. Es una foto que me habría gustado tomar, como tantas otras de las que un fotógrafo quisiera ser el autor. Me pasa con la imagen de un Arafat anciano y enfermo que parte desde su cuartel asediado hacia el exilio y la muerte.
Desde que la vi por primera vez, hace casi diez años, me enamoré de la instantánea. Fue hecha con teleobjetivo, desde la distancia, por un fotógrafo fuera de la escena que logra, sin embargo, captar el gesto de despedida de un hombre que, a sus 75 años, sabe que está por emprender un viaje sin retorno. La foto, de paso, desmiente la aseveración adjudicada al mítico Robert Capa: “Si la foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”.