—Miguel, ¿quiere ir al sitio donde nació Esteban Montejo?
Hablamos a las afueras del cabildo congo Kunalumbo, en Sagua la Grande. “A esta parte de Las Villas la llamaban de la conguería”, le contó el cimarrón a Barnet. Ahí estamos: al centro del cosmos palero, la mismísima meca. “Kunalumbo, yo estuve allá”, dice un rezo poderosísimo. Estar aquí, dar fe de haber estado a la sombra nigromante de Kunayanga, el pozo del fundamento: Fernando Ortiz vino en 1947; Miguel Barnet llegó a la conguería el 26 de marzo de 2016, en el cincuentenario de Biografía de un cimarrón.
—¿Quiere ir al sitio donde nació Esteban? —repito la invitación. Miguel Barnet no puede creer que sobreviva la enfermería de la plantación.
—¡Vamos allá!
El Santa Teresa es uno de los ingenios más antiguos de la comarca de Sagua la Grande. Muele hace dos siglos. Nos recibe la humareda de la fábrica. La campana que llamó al trabajo a los padres del cimarrón sigue en su mástil. Tomás Ribalta Serra, el primer dueño de Esteban Montejo, tenía fama de compasivo, no obstante hizo construir uno de los pocos barracones carcelarios de la región. Barnet y sus acompañantes se adelantan hacia el corazón del claustro. Algunos habitantes del barracón asoman. Anochece.
—Apurémonos, la enfermería queda más lejos y habrá menos luz cuando lleguemos allá.
El escritor revive por el camino la enigmática sabiduría del último cimarrón de Cuba, nos avisa sobre la manía de ciertos “historiadores de gabinete” empeñados en la ociosa indagación de los olvidos de Esteban.
La enfermería se agranda: es otro edificio cuadrado, aún habitado, adulterado en algunas esquinas; intacto en otras. El vestíbulo, tras un arco, conserva el espíritu decimonónico. Parece que las ventanas podrían abrirse a la “casa de criollos”, la guardería de los nacidos en la plantación. Al fondo, las piedras del muro, las primeras piedras que pesaron sobre Esteban: “Como todos los niños de la esclavitud, yo nací en una enfermería, donde llevaban las negras preñadas para que parieran.”
—Yo nunca había estado aquí —dice Barnet, quien se impregna del patio de la enfermería, transita el vestíbulo como si se adentrara en el siglo XIX— No supe que este lugar aún existía.
Barnet se adelanta entre los cordeles de ropa limpia —es sábado, día de lavado en la vieja enfermería—, y sale otra vez al batey. Respira los vapores del ingenio. Habla, evoca el ritmo de la conversación con Esteban, el estilo entrecortado que semejaba la melodía discontinua de un canto congo, nos dice que no faltan quienes han inventado un culto para el cimarrón, una religión sin jerarquías que remite al misterio rebelde de la cubanidad. Entonces diviso a Tomasa Arenas. Ella me confirmó la existencia de la enfermería, hace meses. Le digo a Miguel que la familia de Tomasa ha estado por generaciones en Santa Teresa. Sus tatarabuelos también abonaron el cañaveral con sudor de esclavo. Vamos a verla.
—Tomasa, Miguel Barnet quiere conocerla.
La mujer saluda con una sonrisa discreta que recuerda los modales de la plantación.
El camino empieza aquí, en 1860, ahora, en la enfermería de los criollitos y en la casa de Tomasa, en la conguería de Sagua la Grande, la cimarronada sempiterna.
***
“Yo no sé si ese fue el lugar donde trabajé por primera vez.
De lo que sí estoy seguro es que de allí me huí una vez; me reviré, carajo, y me huí.”
Biografía de un cimarrón
Guillermo Grenier es un profesor que camina. Una clase de Guillermo debe incluir su propio paisaje en torno, debe acabar con la fatiga placentera de quien ha alcanzado una meta geográfica, una parada acuciante.
—Soy amigo de Miguel hace años —explica Grenier en el Museo Histórico de Sagua la Grande—. Cuando advertí que se aproximaba el cincuentenario de Biografía de un cimarrón le propuse algo. Tu obra recibirá muchos homenajes, pero hay uno que sólo yo puedo intentar por mi experiencia de caminante de largas distancias: ir tras la huella de Esteban Montejo por pueblos y campos, construir el Camino del Cimarrón y dejarlo abierto para quienes deseen conocer a Cuba de otro modo, afincados en la tierra.
Para empezar, todos dudan de que sea posible caminar tanto, les parece una locura. Cuesta empezar. Cuando el propio Miguel pregunta en el Museo quiénes acompañarán a Grenier en su primera jornada, no vacilo, me apunto. Carlos Alejandro también se apunta. Todavía no sabemos si podremos llegar hasta El Purio, el ingenio donde Esteban se hizo contratar después de la abolición. Tampoco imaginamos que la aventura de cimarronear, mapa en mano, nos llevará más lejos.
Salimos de Sagua la Grande, el kilómetro cero del Camino del Cimarrón, a las cinco y media de la madrugada. Tomamos la vieja ruta de Guatá, un sendero que ajusta sus curvas a las del río, bordea la ciudad y deja ver el Paso Real, la entrada decimonónica de la Villa del Undoso. No he conocido salida más bella de ninguna ciudad, dice Guillermo, tras inventariar los pueblos que ciñen el célebre Camino de Santiago.
La primera escala será Sitiecito, junto al ingenio Santa Teresa. De ahí vamos a Flor de Sagua –luego Corazón de Jesús, luego Mariana Grajales–, el sitio donde Esteban se reviró, carajo. Grenier buscó Flor de Sagua sin éxito en los mapas más prolijos. Aquel ingenio cambió de nombre según soplaron los vientos sobre su chimenea y terminó extraviando el más poético.
—¿Por dónde se llega más rápido a Mariana? —pregunto a la primera transeúnte que hallamos en Sitiecito.
—Salgan a la carretera, caminen a la izquierda y tomen el camino de Mesa.
Excelente. Explico a Guillermo que pasaremos cerca de las ruinas de otro ingenio con un gran cementerio de esclavos. El camino va abriéndose siempre sobre genuinos parajes de la plantación. Loma abajo, entre Mesa y Flor de Sagua, aparece la caña de azúcar. La guardarraya se prolonga, sinuosa. La altura deja ver las torres de varios ingenios, todos levantados en el siglo XIX, y en manos del mismo clan, los Oña Ribalta y sus parientes Amézaga. “El dueño de ese ingenio tenía un apellido extraño”, recordaba Esteban Montejo. ¿Será Amézaga?
El antiguo Flor de Sagua parece arrasado: hay un parque donde estuvo el central. Señalo a Guillermo la casa principal del batey. “La casa de los amos”, oímos la voz de Esteban. A la sencillez de la fachada suceden unos arcos altísimos. Más allá, en ruinas, el barracón. Dice la gente de Mariana que sólo es el sucesor del gran barracón de esclavos, aunque notamos los muros de mampuesto alzados en el siglo XIX. Frente a la capilla hay una estela que dice “Ingenio Flor de Sagua, acción combativa, 31 de marzo de 1896”; hemos llegado casi ciento veinte años después.
A Unidad se llega por un callejón que surge a un lado de la casona que repudiaba Montejo, a la derecha. “Sigan por ahí”, recomiendan desde el estribo de una volanta, “busquen siempre la torre que se ve al sur”. Unidad, otro ingenio demolido, con una iglesia católica de chapitel protestante. Más allá, Vitoria y la incertidumbre. Vitoria es otra plantación que conserva unos pocos muros, pero más allá nadie sabe bien cómo seguir hasta las cercanías de Calabazar de Sagua, el pueblo que Esteban visitaba para las fiestas de San Juan. Unos guajiros nos dibujan el trayecto sobre el polvo. En el derrotero se reconoce la sed del cimarrón: pozos y más pozos, a derecha o izquierda, delimitan la serventía, “pozos del tiempo de España”, diría Montejo. Guillermo se encomienda a la brújula, Carlos Alejandro a la Providencia.
***
“Los gangás eran buenos. Bajitos y de cara pecosa. Muchos fueron cimarrones.”
Biografía de un cimarrón
Y nos perdimos. El camino se estrecha. Topamos con los cimientos de un edificio. Un portón cierra el paso, custodia la casa. Ahí dimos voces. La cancela se cierra ante una cumbre de palmas reales, sembrada de rocas. La gente es huraña. Guillermo refiere que seguimos el camino del cimarrón.
—¿Oíste, viejo? —se sorprende la campesina—. ¿Ese no es el esclavo que tú dices?
El marido, un sesentón, depone la desconfianza, se decide a hablarnos.
—¿En esa historia de ustede’ mencionan a Pedro Yanez?
—¿Quién es ese? —me sorprendo.
—Esa historia es de viejo’. Don Pedro Yanez tenía esclavo’, tenía cuatro o cinco negras esclava’, tenía dos negro’ y los tipo’ se le fueron. Se hicieron cimarrone’, y entonce’ les caían a golpe’, atrá’ pa’ cogerlo’ y no podían. Despué’ los trajieron, y ahí en el pozo ese —señala un punto en el camino— lo’ amarraron con una argolla por una pata y tenían que jalar agua pa’l central allá’bajo, el central Dos Amigos. Pedro Yanez era mi tatarabuelo —concluye—. Yo soy Fernando Yanez.
Antes de salir de la finca, el campesino nos muestra el pozo de su historia. Parece que abundan los cimarrones en la comarca sagüera. Colegas de Esteban, gente que aparece incluso cuando no la esperamos en este camino que Guillermo Grenier va trazando.
***
“El primer ingenio donde trabajé se llamaba Purio.
Llegué un día con los trapos que llevaba y un sombrero que había recogido.”
Biografía de un cimarrón
Camino de Purio le cuento a Guillermo cómo en mis viajes por el campo cubano he encontrado rumores del siglo XIX que han devenido mitos. Son hallazgos comunes, sobre todo cuando se exploran sitios remotos, caminos estrechos como el que conduce a la finca ancestral de los Yanez en Guayabo Cuartel. Grenier, el sociólogo, se entusiasma ante estas memorias sedimentarias y alucinadas de los guajiros; Guillermo, el caminante, no descarta hallar perlas semejantes en las próximas jornadas.
Cerca de Purio se une a nosotros la comitiva del municipio de Encrucijada que relevará a los sagüeros en el Camino del Cimarrón. Hasta enfermero traen. Otra vez suponen que no podremos caminar tanto, pero nos empeñamos en ir más lejos. Antes de llegar a la posada del primer descanso, advertimos en un recodo la vieja torre de otro ingenio del siglo XIX, el Santa Clarita. La chimenea cuadrada confirma que hemos seguido la ruta correcta.
Un homenaje aguarda en Purio a Grenier. La comparsa durará parte de la noche.
La primera jornada del camino ha durado doce horas casi exactas. Se estima que recorrimos 37 kilómetros.
Después de medio día por las serventías, Carlos Alejandro y yo nos sentimos obligados con la causa de Grenier. Se nos ocurre que el Camino… debe pasar por Guaracabuya, el enigmático y marginal centro geográfico de Cuba.
Nos despedimos.
—Guillermo, espéranos en Zulueta.
“Casi siempre iba a pie, porque el tren era muy caro.”
Biografía de un cimarrón
Y vamos a pie, por la línea. Los trenes escasean. Ya son baratos, pero apenas se les ve rodar. Cruzamos un puente ferroviario antaño protegido por fortines. Otra vez nos perdimos, aunque falta poco para reencontrar el camino en San Andrés. Grenier perdió su mapa en algún lugar de Remedios. Por fortuna Carlos Alejandro sabe intuir el derrotero.
A la estación fortificada de San Andrés los habitantes de los antiguos ingenios de Caturla y Bauzá la llaman “El Castillo”, le comento a Guillermo. La dejamos a la izquierda, con sus altas aspilleras.
A la vista queda Fidencia, la última de las antiguas fábricas de azúcar que veremos en esta parte del Camino… Aquí acaba “el último escalón” de la plantación villareña.
Por Jagueyes, después de pasar El Copey, llegamos a Guaracabuya. Hemos hecho, sin pretenderlo, la ruta de los remedianos que poblaron el centro de Cuba. La aldehuela que decía el cronista José Andrés Martínez-Fortún y Foyo, la remota Guaracabuya, se me presenta más hospitalaria que nunca. Las montañas al fondo anuncian los rigores de Guamuhaya. Llego hasta aquí, por ahora.
—Guillermo, tienes un montón de kilómetros a cuestas y has llegado al corazón mismo de Cuba, ¿cuál ha sido el saldo de lo andado, los hitos del viaje?
—He caminado mucho en mi vida, y este ha sido uno de los caminos más preciosos. Hasta ahora hay variedad, hay historia, belleza natural y cultural. De veras hay de todo. Pensaba que quizá, como no conocía esta zona del país, sería menos hermoso. Me ofrecieron hacer un recorrido en carro, pero yo dije “naaa’, déjame caminarlo, verlo como caminante”. He caminado mucho en Europa, en el norte de África, mucho, mucho, pero nunca con las satisfacciones de este camino. Entre lo que más me impresionó estuvo la cueva de Guajabana. Atraviesa la montaña entera. Y es extraordinario que un hombre haya vivido ahí por año y medio, como cuenta Esteban Montejo en Biografía de un cimarrón. Hasta hace tres o cuatro semanas yo estaba localizando la cueva, le preguntaba a Miguel [Barnet], a otras personas, y nadie sabía orientarme. Finalmente Cultura [de Villa Clara] me envió un artículo que se publicó en 1988 sobre “la casa del cimarrón”. Me emocioné, porque es necesario ir a esa cueva. La realidad es que todo el camino ha sido alucinante. He aprendido mucho.
—¿Cuánto te ha ayudado el Camino del Cimarrón a comprender el proceso histórico cubano?
—El Camino… es histórico, pero estamos haciéndolo ahora. Los cubanos que he encontrado son cubanos de ahora. Y uno ve en el cubano de hoy ese mismo deseo de defender la independencia. Pienses lo que pienses del momento actual, si criticas o no —lo que critiques—, el cubano sigue con el deseo de ser su propio amo. Lo he visto en el libro de Barnet y otra vez en el Camino del Cimarrón.