En Estados Unidos no hay mucho recelo cuando se trata de la venta de armas. Lo confirmé al toparme con una armería en El Paso, Texas, cuya fachada grita poder bélico a los cuatro vientos. Un enorme AK-47, emblema soviético, está pintado en una de las paredes. Al otro lado, su contraparte estadounidense: un rifle M16, detallado con igual esmero. Mi curiosidad me empujó al interior del negocio, que lucía más que peculiar en su exterior.
Al llegar a la puerta, me recibió la foto ya icónica de Donald Trump, ensangrentado pero victorioso, con el puño en alto bajo la bandera de las estrellas y las barras, después del atentado que sufrió hace casi dos meses.
Los dependientes iban de un lado a otro con naturalidad, pistolas ceñidas a sus cinturas, atendiendo a los clientes, que miraban los estantes cargados de armas como quien elige pasteles en una dulcería. Mis ojos recorrían los estantes llenos de rifles, revólveres, pistolas, ametralladoras, balas de todos los calibres, granadas, cuchillos y lo imaginable del mundo armamentístico.
Sobre el mostrador, una ametralladora volvía a mostrar el rostro de Trump, esta vez grabado en la empuñadura. Estaba en oferta, casi a mitad de precio. Mi asombro no paraba de crecer, pero intentaba disimular mientras escuchaba, con mi precario inglés, las conversaciones entre vendedores y compradores. Fue entonces cuando una dependienta, joven, sonriente y con la correspondiente pistola a la cintura, me ofreció sostener aquella ametralladora. Mi cara de susto debió ser evidente. No he tocado un arma desde el servicio militar obligatorio, hace más de veinte años, y no tenía intención de hacerlo de nuevo. Rechacé la oferta.
Seguí explorando la tienda y pronto una escena capturó mi atención. Una pareja, probablemente en sus 30, se acercaba a uno de los mostradores. Él lucía feliz; ella, sorprendida, emocionada. El dependiente les entregó un rifle automático, blanco impoluto, con mirilla telescópica. La joven sostuvo el arma, y con la mano libre abrazó a su novio, mostrando con orgullo su anillo de compromiso. Todo pareció indicar que el rifle era un regalo de bodas. Un acto de amor al más puro estilo oeste.
En Texas, como en muchos otros estados del país, es posible portar armas en la calle. Hoy, cualquier texano mayor de 21 años puede llevar una sin necesidad de licencia. No es de extrañar que Estados Unidos tenga la tasa de homicidios con armas de fuego más alta del mundo desarrollado. Hay más armas que personas en el país, y Texas es uno de los estados en los que esta realidad se percibe con mayor claridad.
A pocos kilómetros de esta armería está la tienda Walmart a la que, el 3 de agosto de 2019, Patrick Crusius entró con un fusil AK-47 y abrió fuego contra la multitud. En menos de 20 minutos asesinó a 23 personas e hirió a otras tantas. Cuando se entregó a la policía declaró que su objetivo era “matar el mayor número de mexicanos”. El tiroteo masivo se convirtió en uno de los más mortíferos de la historia reciente en los Estados Unidos, que hoy se reciente con una nueva matanza, esta vez en una escuela en Georgia. El tirador tiene 14 años.
Como suele suceder tras estos episodios, el debate sobre la posesión de armas volvió a surgir, impulsado por el horror y la indignación. Sin embargo, el tema se diluyó rápidamente bajo la poderosa influencia de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), una fuerza imbatible en la política estadounidense.
Lo que queda como testigo de la tragedia son las familias destrozadas y los monumentos en honor a las víctimas, como el que se alza en las afueras del Walmart de El Paso. Una escultura y una placa de bronce con los nombres grabados de aquellos que perdieron la vida. Dentro, las armas de fuego también están a la venta.