Hace días escucho con detenimiento a Carlos Gardel, legendario cantante y figura icónica del tango. Nunca antes le había prestado tanta atención como últimamente. Repaso apenas un compendio de las más de 900 grabaciones que hizo hace casi un siglo. Remasterizadas y digitalizadas, en mi selección están piezas conocidas como “Mi Buenos Aires querido”, “Por una cabeza”, “Mano a mano”, “Volver”, “Adiós muchachos”, “Cuesta abajo” o “El día que me quieras”, y canciones menos difundidas como “Victoria”, “Cara rota”, “Mal de amores”, “Marieta” y “Callejero”.
Me cautiva su tono, suave, cálido y melódico. Su timbre transmite una intensa emotividad y pasión. Sin duda Gardel es la voz inconfundible del tango. Supe por primera vez del Zorzal Criollo, uno de sus sobrenombres, en mi adolescencia. Tengo vívidos en la memoria los domingos en mi casa de Holguín, en los 90, cuando a primera hora de la mañana mi padre sintonizaba la emisora local CMKO Radio Angulo para escuchar un programa de tango.
Me despertaba entre la música, la voz grave del locutor y cantante lírico cubano Martín Arranz saliendo de nuestro radio soviético marca Veff y los aromas que desde la cocina anunciaban que mi madre preparaba el almuerzo.
Aquel programa de radio, que durante más de cuatro décadas se mantuvo al aire domingo tras domingo en la tierra del son, se llamaba La voz inmortal de Carlos Gardel.
También su imagen la conocí en aquellos años, gracias a un retrato suyo y recortes de periódicos que decoraban las paredes de La Casa del Tango de Holguín. Llevaba el nombre —como no podía ser de otro modo— de Carlos Gardel.
Años después, en 2013, recorrí y fotografié rincones y calles entrañables de mi ciudad natal. Una tarde pasé por la esquina de Arias y Maceo. De par en par estaba abierta la nueva sede de la Casa del Tango. Presidiendo el escenario y sobre la pared lucía el mismo cuadro con la foto de Gardel. Para mayor sorpresa, risueños y cantando estaban aquellos muchachos holguineros que me recordaron mi adolescencia.
Entré y me senté a escucharlos: “Adiós muchachos, compañeros de mi vida, / barra querida de aquellos tiempos”. Ya con pinta de abuelos, aquellos personajes no habían perdido su encanto.
Colmado de recuerdos y con la voz de Gardel en mis audífonos, paseo por los alrededores del Abasto, antiguo mercado homónimo en Buenos Aires que funcionó como principal expendio de frutas y verduras de la ciudad desde fines del siglo XIX y hasta 1984, cuando cerró. En 1998 el imponente inmueble del barrio de Balvanera se convirtió en un descomunal complejo comercial. En estos lares, hace poco más de un siglo, cuando apenas había asfalto, creció Carlos Gardel.
La mayoría de los investigadores coincide en que nació el 11 de diciembre de 1890 en Toulouse, Francia, donde sería bautizado como Charles Romuald Gardès. Así lo dejó asentado el propio Gardel en su testamento. Los estudiosos gardelianos afirman además que en 1893 el cantante emigró con su familia a Argentina y se instalaron a un par de cuadras del mercado.
Por otro lado, se especula que nació en 1887 en Tacuarembó, en Uruguay, y que habría sido a los 6 años cuando se mudó al Abasto. Su nacionalidad ha sido una incógnita y objeto de debate hasta el día de hoy. Registros oficiales muestran que el 4 de noviembre de 1920 el joven Carlos Gardel obtuvo la Cédula de Identidad argentina y tres años más tarde su nacionalización.
Como sea, Gardel decidió ser argentino. Siempre dijo que lo era. Creció en Buenos Aires y su pasión por el tango se despertó en los suburbios de la ciudad. En el Abasto cantó noches y madrugadas enteras en los barcitos de poca monta, al calor de los aplausos de borrachos, vecinos y hasta grandes músicos que iban a verlo.
“El farolito de la calle en que nací. / Fue el centinela de mis promesas de amor. / Bajo su quieta lucecita yo la vi. / A mi pebeta, luminosa como un sol”.
En esas bohemias jornadas dejó de ser Gardel para convertirse en “El Morocho del Abasto”. Su fama creció y su carrera lo llevó más allá de Argentina, hasta convertirse en el embajador del tango para el mundo. En la década del 30 ya era amadísimo a nivel internacional.
Giró por América Latina, Estados Unidos y Europa, donde cautivó audiencias diferentes con su voz y su estilo inconfundible. Grabó numerosos discos que se convirtieron en éxitos y su imagen carismática se plasmó en el cine a través de personajes protagónicos en películas como El día que me quieras y Cuesta abajo.
Gardel era capaz de transmitir una amplia gama de emociones, desde la melancolía y la tristeza hasta la alegría y la pasión desenfrenadas. Fraseaba las letras del tango de una manera cautivadora. Su técnica vocal era precisa y refinada, con ornamentaciones vocales y variaciones impecables.
Las calles de Abasto mantienen su historia e imagen muy vívidas. Una estatua de Gardel da la bienvenida a un pasaje denominado El Tango. Hay murales que evocan su figura, sonriente y atractiva. Un kiosco de revista en una esquina lleva su nombre; un centro cultural se llama el Zorzal Criollo y un pequeño comercio de barrio: El Morocho del Abasto.
De las canciones interpretadas por Carlos Gardel una describe el apego al barrio. Se llama “Melodía de arrabal”, tema compuesto en 1932 por Alfredo Le Pera, la pluma de muchos éxitos de Gardel.
Melodía de arrabal es además el nombre de una película musical de las más conocidas de Gardel. Producida por Paramount y dirigida por el francés Louis J. Gasnier, es la historia del joven Ricardo Fuentes (interpretado por Gardel), quien vive en un barrio marginal de Buenos Aires, un “arrabal”. Ricardo es un cantor de tangos y sueña con convertirse en una gran estrella. La película narra su ascenso en el mundo del tango, su éxito y su romance con la joven Margarita.
A lo largo del filme se intercalan escenas musicales en las que Gardel interpreta algunos de sus tangos más conocidos, como “Silencio”, “Adiós, muchachos” y, por supuesto, “Melodía de arrabal”. El filme además refleja el contexto social y cultural de la época, mostrando la vida en los barrios marginales de Buenos Aires y la pasión por el tango.
La letra permite imaginar el Abasto en los tiempos que Gardel desandó estas calles:
Barrio plateado por la Luna,
rumores de milonga
es toda tu fortuna.
Hay un fuelle que rezonga
en la cortada mistonga.
Mientras que una pebeta
linda como una flor,
espera coqueta
bajo la quieta luz de un farol.
Barrio… barrio…
que tenés el alma inquieta
de un gorrión sentimental.
Penas… ruegos…
Es todo el barrio malevo
melodía de arrabal.
Viejo… barrio…
perdona que al evocarte
se me pianta un lagrimón.
Que al rodar en tu empedrao
es un beso prolongao
que te da mi corazón.
Cuna de tauras y cantores
de broncas y entreveros
de todos mis amores;
en tus muros con mi acero
yo grabé nombres que quiero:
Rosa, La Milonguita…
Era rubia Margot…
en la primera cita
la paica Rita
me dio su amor.
En el Abasto, en el número 735 de la calle Jean Jaures, está la última casa familiar que habitó el cantante, hoy Museo Gardel. El inmueble se lo compró a su madre, Berta Gardès, en 1927. De ahí partió en 1933 a la que sería su última gira internacional, un periplo que lo llevaría por Colombia, Puerto Rico, Venezuela, México y Cuba.
Sin embargo, un 24 de junio como ayer pero de 1935, a las 15:05 hs, un trágico choque de aviones en la pista del Aeropuerto Olaya Herrera de Medellín terminó con su vida y la de casi todos los que lo acompañaban. Tenía 44 años.
Su muerte resultó uno de los eventos más trágicos en la historia de la música no solo argentina. Hasta que sus restos fueron repatriados, Gardel tuvo cuatro velorios a los que acudieron miles y miles de seguidores. Primero en Colombia, luego en Nueva York, también en Montevideo y, finalmente, un multitudinario adiós en el mítico estadio Luna Park, en Buenos Aires.
Su cuerpo fue trasladado a un mausoleo erigido en su honor en el cementerio de la Chacarita.
Hacia el camposanto me dirigí después de merodear las calles del Abasto. Arropado por un espíritu gardeliano, bajé en la estación de metro que lleva su nombre.
A ochenta y ocho años de la muerte de uno de los más grandes íconos de la cultura argentina, sus devotos colmaron los alrededores del mausoleo. Flores, cantos, vítores y aplausos se sucedían en un día gris e invernal en Buenos Aires.
Está abierta la bóveda en la que, al final de una pequeña escalera, reposan los restos de Gardel y su madre. Los visitantes bajan en silencio. Acarician la madera. Le lanzan un beso a la foto.
Todo el sitio es pulcro, como si el sepelio hubiese ocurrido hace muy poco. Una de las responsables del cuidado es Edith Beraldi, gardeliana empedernida, que sábado tras sábado limpia el mausoleo.
“Desde pequeña venía con mi padre a honrar al más grande cantante de todos los tiempos. Como si fuera un familiar”, cuenta Edith que, en sus antebrazos lleva tatuados la firma y el rostro de su ídolo.
Una escultura de Gardel sonriente, como si estuviera por actuar, lleva en la mano un cigarrillo encendido que, cuentan por aquí, nunca le falta; tampoco las flores que inundan el lugar junto a placas con mensajes llegadas de todo el mundo. Cuba incluida.
Merodean los admiradores vestidos con saco, sobretodo y sombrero a la medida de los años 30. Hay quienes reparten fotos de Gardel y cuentan su leyenda. Absolutamente todos los que aquí están tienen una anécdota personal con el mundo gardeliano. Otros cantan sus tangos y rompen el silencio reinante en el camposanto.
A Gardel nunca le faltan visitantes. Su tumba es la más visitada de la Chacarita. Además de turistas y curiosos, los gardelianos se reúnen aquí regularmente durante todo el año. El 11 de diciembre, día de su nacimiento y cuando se celebra en Argentina el Día Nacional del Tango, se escuchan cantos de feliz cumpleaños.
En la escena de los aviones siniestrados, entre los cuerpos calcinados por el incendio se encontró una pulsera con la inscripción “Jean Jaures 735”: la dirección de la casa del Abasto. La llevaba el cantante en su muñeca izquierda. “Siempre se vuelve al primer amor”, dice uno de sus tangos más famosos.