No debe de haber forastero alguno que haya aterrizado en París y no tuviera en su agenda como uno de los principales destinos visitar la Torre Eiffel, el símbolo más famoso de la capital francesa y, quizás, el monumento más reconocido del mundo.
También sucede –y lo suscribo por experiencia propia–, que cuando desandas la ciudad luz, buscamos como si fuera un faro a la enorme estructura de hierro que se alza en el extremo del Campo de Marte, en las márgenes del río Sena.
Es archiconocido que la torre tiene 324 metros de altura, la visitan millones de turistas cada año y que fue construida para la Exposición Universal de París.
La multitudinaria feria tuvo lugar del 6 de mayo al 31 de octubre de 1889 y celebró el centenario de la Toma de la Bastilla, capítulo fundacional de la Revolución francesa, un hecho que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad a tal punto que es la bisagra entre la era moderna y la contemporánea.
Aunque fue diseñada por los ingenieros Maurice Koechlin y Émile Nouguier, la torre lleva el nombre de Gustave Eiffel, su constructor.
Pero Eiffel no fue el único maestro constructor de La Dame de Fer (La Dama de Hierro), como también se le nombra en Francia a este monumento. Hace relativamente poco tiempo se supo que el francés padecía de vértigos y que, al parecer, solo llego hasta el primer piso.
La supervisión de la obra, a medida que crecía en altura, se la encomendó al cubano Guillermo Pérez Dressler.
En Cuba conocemos de la torre y el hito que significó la Exposición Universal de París gracias a la reseña que escribió José Martí en la tercera entrega de la celebre revista para niños La Edad de Oro, publicada en 1889 cuando acontecía esta feria internacional que estremeció al mundo.
“Los pueblos todos del mundo se han juntado este verano de 1889 en París”, comienza su extensa e interesante crónica. Martí no esconde su fascinación y en otra memorable oración del mismo texto invita a los pequeños lectores a ir “a la Exposición, a esta visita que se están haciendo las razas humanas”.
El apóstol cubano escribió desde su exilio en Nueva York. Conocía París tras un par de visitas fugaces en 1874 y luego en 1879. O sea, nunca estuvo presente en la feria. Pero al leer su artículo sentimos que no le hizo falta estar fisicamente.
“Pero adonde va el gentío con un silencio como de respeto es a la torre Eiffel, el más alto y atrevido de los monumentos humanos. Es como el portal de la Exposición. Arrancan de la tierra, rodeados de palacios, sus cuatro pies de hierro: se juntan en arco, y van ya casi unidos hasta el segundo estrado de la torre, alto como la pirámide de Cheops: de allí fina como un encaje, valiente como un héroe, delgada como una flecha, sube más arriba que el monumento de Washington, que era la altura mayor entre las obras humanas, y se hunde, donde no alcanzan los ojos, en lo azul, con la campanilla, como la cabeza de los montes, coronada de nubes.—Y todo, de la raíz al tope, es un tejido de hierro”.
Martí enumera cuántos detalles nos perdimos los que, un siglo después, pasamos y fotografiamos esa maravilla.
Solo es posible por su sensibilidad y la fascinación que le causó aquella torre de la que todos hablaban para bien o para mal.
Incluso hubo criterios expendidos por la alta burguesía parisina de entonces a los que no les hizo mucha gracia la modernidad de esta estructura de hierro en medio de la ciudad del amor. Tanto fue el desencanto que hasta llegaron a reclamar al parlamento francés que una vez terminada la feria la vendieran como chatarra.
Pero Martí despliega todo su enamoramiento con La Torre Eiffel. Y no es para menos.
Curiosamente, él que nació un 28 de enero de 1853, el mismo día en que se colocó la piedra fundacional (pero de 1887) de la torre, ha descrito como pocos la emoción que produce estar cerca o hacia el interior de esa maraña color ocre:
“¡El mundo entero va ahora como moviéndose en la mar, con todos los pueblos humanos a bordo, y del barco del mundo, la torre es el mástil!”