Getting your Trinity Audio player ready...
|
De niño, mi referencia del metro de Nueva York no era el famoso plano donde, como venas de colores, se trazan recorridos y estaciones, sino las Tortugas Ninja. Aquellos personajes habitaban estaciones abandonadas en esa otra megaurbe escondida bajo tierra. Quizás por eso, cuando finalmente descendí por la angosta escalera de una de sus bocas y subí a un tren, lo hice envuelto en la fantasía de hallar túneles oscuros y pasillos secretos. Lo que descubrí fue más complejo: un sistema inmenso, contradictorio y vital, que late al mismo ritmo de la ciudad que nunca duerme.

Confieso que pensé que no me sorprendería. Vivo desde hace años en Buenos Aires, donde el subte es parte de mi rutina diaria, y antes había viajado en los metros de Barcelona, Santiago de Chile y São Paulo. Sin embargo, bastó un trayecto de apenas unos kilómetros para entender que aquí estaba frente a otra dimensión. Porque no se trata solo de rieles y convoyes que atraviesan túneles: el metro de Nueva York tiene vida propia.
Las cifras lo confirman: más de cinco millones de personas lo usan a diario. Yo lo viví en carne propia. Juntos, los que viajamos, formamos una especie de familia improvisada. Un par de veces al día, el vagón se transforma en hogar compartido. Allí se mezclan turistas desorientados, ejecutivos ensimismados, jubilados, personas en situación de calle, madres migrantes, vendedores ambulantes y artistas callejeros.
La experiencia combina lo comunitario con lo hostil. Hay gestos de solidaridad espontánea, como cuando alguien cede un asiento, y escenas que recuerdan la crudeza de la ciudad: la presencia constante de personas sin techo o de desequilibrados que deambulan.

El New York City Subway es el más grande de Estados Unidos y uno de los mayores del mundo. La primera línea subterránea abrió en 1904, aunque ya existían trenes elevados que surcaban la ciudad. Hoy la red se extiende por más de 1.000 kilómetros de vías principales y secundarias, con cerca de 470 estaciones oficiales, según la Metropolitan Transportation Authority (MTA), que opera el transporte público de la región, incluyendo metro, autobuses, trenes de cercanías y puentes.
Manhattan, Brooklyn, Queens y el Bronx están conectados por 27 servicios, incluidos tres transbordadores cortos. Todos pasan por Manhattan, salvo la línea G, que une Brooklyn con Queens sin atravesar la isla. Cada ruta tiene un color que identifica el tramo que recorre en Manhattan, aunque hay una excepción: la G luce verde, como si se resistiera a entrar en el corazón financiero del mundo.

Una estación típica parece interminable: los andenes miden entre 120 y 200 metros, suficientes para que un tren de hasta once coches se detenga. La rutina se repite: bajar las escaleras, pasar por las taquillas o máquinas, deslizar la MetroCard o el celular y dejarse tragar por el subsuelo.

Poco recordamos, mientras nos aferramos a las barras metálicas, que este monstruo de hierro y concreto fue levantado por manos de inmigrantes, en su mayoría irlandeses e italianos, que trabajaron en condiciones extremas. El terreno rocoso de Manhattan obligó a aplicar técnicas innovadoras, como el método de cortar y tapar: abrir trincheras superficiales, instalar los túneles y cubrirlos rápidamente. Este sistema permitió avanzar sin comprometer la estabilidad de la superficie. El sacrificio de aquellos obreros late todavía en cada viaje.
El metro también es protagonista —o al menos actor de reparto— en la cultura popular. Ha aparecido en películas como The Warriors (1979), Fiebre del sábado por la noche (1977), Cazafantasmas 2 (1989), Ghost (1990) o Godzilla (1998). Sus pasillos y vagones aportan a estas tramas un aura cargada de misterio y peligro.

Incluso en escenas que no ocurren en el metro, este se filtra en la historia. Billy Wilder lo demostró en La comezón del séptimo año, cuando Marilyn Monroe dejó que el aire caliente de un tren en marcha levantara su vestido en pleno Manhattan. El metro neoyorquino, invisible bajo el asfalto, regaló una de las imágenes más icónicas del cine.
Claro que no todo es brillo. El sistema arrastra desde hace décadas señales de deterioro: vagones grafiteados, estaciones oscuras, retrasos frecuentes y un ambiente donde lo marginal aflora. Desde su inauguración y durante 44 años, el pasaje costó apenas cinco centavos. En 1948 subió a diez, y hoy el viaje cuesta 2,90 dólares. El precio es único, sin importar la cantidad de estaciones recorridas, un detalle que marca la diferencia en una ciudad desigual. Así, quienes viven en barrios periféricos y viajan trayectos más largos no pagan más que quienes recorren distancias cortas en Manhattan. Una forma, quizás, de equilibrar oportunidades.
El metro de Nueva York es más que un transporte: es la síntesis de la ciudad. Encierra su diversidad, sus contrastes, sus excesos y su creatividad. Es refugio y escenario, infierno y paraíso.

Bajo tierra, en ese monstruo metálico que nunca cierra, se refleja la vida de millones. Y yo, que alguna vez imaginé encontrar a las Tortugas Ninja en sus túneles, terminé fotografiando escenas subterráneas de una ciudad.