En un punto del litoral habanero se levanta, desvencijado y casi completamente inhabitable, el edificio Riomar. Sabía de la existencia del inmueble, patrimonio arquitectónico de la ciudad de mediados del siglo XX; pero nunca había estado en su interior, hasta que una tarde de lluvía entré para guarecerme.
Ubicado en 1ra entre 0 y 2, Miramar, su magnificencia aún resulta imponente, a pesar del desgaste. Sus muros esconden secretos de un momento de esplendor y otro de decadencia.
En la década del 50 un boom inmobiliario de altas torres de apartamentos transformó la fisonomía de la capital cubana. En medio de la vorágine constructiva, el millonario, magnate y político cubano Alfredo Hornedo dejó su huella: el teatro Blanquita, hoy Carlos Marx; el Casino Deportivo de La Habana, devenido Círculo Social Cristino Naranjo; el hotel Rosita de Hornedo, rebautizado como Sierra Maestra y, finalmente, Riomar, que mantuvo su nombre original.
La historia del edificio, según el arquitecto cubano Ruslán Muñoz, se inscribe en una explosión constructiva motivada por la presión demográfica y la necesidad de viviendas. En su artículo “Edificios altos del Movimiento Moderno”, publicado en la revista cubana Arquitectura y Urbanismo en 2011, Muñoz destaca que, a pesar de la arquitectura especulativa predominante, ejemplos como Riomar buscaban expresar lo mejor de las influencias internacionales de entonces, mientras se contextualizaban en el entorno local.
Inaugurado en 1957, cuenta con tres bloques de 11 pisos cada uno, para un total de 201 apartamentos. Más allá de su majestuosidad, el edificio ofrecía un confort de vanguardia para la época: piscinas, garajes individuales, salones de eventos, intercomunicadores, recepción, servicio de limpieza y mantenimiento de espacios comunes.
Su diseño y construcción, al igual que el del vecino Hotel Rosita de Hornedo, fueron obra de Cristóbal Martínez Márquez, relevante arquitecto cubano.
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 marcó un punto de inflexión para Riomar. Muchos de sus residentes abandonaron el país y, con la promulgación de la Ley de Reforma Urbana en 1960, el edificio se convirtió en patrimonio público. Los apartamentos vacíos pasaron a ser administrados por el Estado.
La proximidad al mar exigía un intenso mantenimiento, pero con el tiempo se fue desatendiendo. La construcción se deterioró progresivamente. Algunas familias se mudaron, mientras otras permanecieron y rezaban para que el efecto del salitre y la falta de atención no doblegaran al edificio.
En el presente apenas una decena de apartamentos del bloque central alberga a unas 14 familias.
En el artículo citado, Muñoz alertaba sobre la importancia de reconocer el valor arquitectónico de edificaciones como Riomar. “Debe reconocérseles el valor que sus cualidades arquitectónicas y funcionales le impregnaron a la ciudad”, escribió, destacando la necesidad de preservar y rehabilitar estos monumentos para las generaciones presentes y futuras.
Sin embargo, parece que la sentencia de muerte llegó hace tiempo para Riomar. El deterioro ha avanzado tanto que para rescatarlo será necesaria una gran inversión, y prácticamente rehacerlo.
Mientras avanza silenciosamente hacia un destino que parece inexorable, el edificio sigue en pie, resistiendo los embates del mar y la desidia como un subterfugio del paso del tiempo y de la historia.
Pero este esqueleto de concreto y metal es escenario de otras historias más allá de la apariencia. Detrás de la etiqueta de “abandonado”, el coloso es escenario de una dualidad única. En medio de sus ruinas, el Riomar cobra vida de maneras sorprendentes. Es común verlo en películas como escenografía. No menos impactantes son las paredes abandonadas, que se convierten en lienzos para el arte efímero del grafitero. En un juego de colores y formas, estas superficies descuidadas se transforman en una galería, en la que el arte callejero desafía la monotonía de la desolación. Cada trazo es un relato diferente, una expresión rebelde que acompaña el olvido.
Además, es refugio para aquellos que buscan silencio en medio del caos urbano y hasta aquí para sumergirse en la tranquilidad que solo el mar puede ofrecer, mientras la ciudad se despliega como un telón.
No obstante, no todos buscan la paz en este rincón olvidado. Entre las sombras de las estructuras derruidas, alguna pareja merodea en busca de una esquina en la que intercambiar placeres y secretos.
¿Cuánto más resistirá Riomar antes de convertirse en un recuerdo desdibujado? Hoy es el eco melancólico de un pasado luminoso en la arquitectura cubana. La ciudad, castigada por un uso intensivo y, en ocasiones, depredador, del espacio, ve desvanecerse sus joyas.