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Una cartera de diseñador puede costar en Nueva York entre mil y cinco mil dólares. Un Neverfull de Louis Vuitton, un Lady D-lite de Dior o un Puzzle de Loewe son símbolos de lujo que se exhiben tras vitrinas resplandecientes en la Quinta Avenida. Sin embargo, en la misma ciudad donde esos bolsos son objeto de deseo, existe un mercado paralelo que los ofrece en versión imitación por apenas unos cientos de dólares.
El epicentro de ese comercio está en Canal Street, en pleno Chinatown, en el bajo Manhattan. Aunque terminé allí, confieso que mi objetivo no era comprar carteras. Buscaba otra esquina: la de Walker Street y Cortlandt Alley, hoy llamada “Charly García Corner”, donde el astro del rock argentino se retrató hace cuatro décadas para la tapa de Clics modernos, un disco que con el tiempo se convertiría en clásico.
Google Maps me marcó la ruta: tomar el metro y, tras unos veinte minutos de viaje, bajarme en la estación Canal Street para salir por la boca de Broadway. Seguí las indicaciones al pie de la letra. Al emerger a la superficie, la ciudad me recibió con su vértigo habitual y una sorpresa añadida: el agitado comercio de imitaciones.
“Están pasando demasiadas cosas raras / para que todo pueda seguir tan normal”, canta Charly en uno de los temas de Clics modernos. La frase encajaba perfectamente con lo que veía en Canal Street. La primera impresión fue visual: las aceras desbordadas de bolsos, mochilas, gafas de sol y souvenirs. Todo parecía una feria al aire libre. Pero pronto comprendí que aquello era apenas la superficie.
Los vendedores visibles, en su mayoría inmigrantes senegaleses, ofrecían imitaciones de baja calidad: bolsos con logotipos alterados y marcas conocidas levemente tergiversadas. Ese detalle, en cierto modo, les servía de resguardo legal, ya que en Estados Unidos la venta de copias exactas está prohibida. Sin embargo, la verdadera operación ocurría entre los transeúntes. Sigilosas mujeres de origen chino se movían sin puesto fijo ni mostrador: caminaban en grupos de dos o tres, se acercaban discretamente a los posibles clientes y susurraban los nombres de las marcas prohibidas como si fueran contraseñas secretas: “Chanel, Gucci, Prada, Louis Vuitton…”.

Cuando alguien mostraba interés, lo guiaban hacia una de las callecitas laterales para concretar la transacción. Paradójicamente, una de esas esquinas era la misma que yo buscaba por Charly García.

Mientras sacaba fotos al rincón donde el músico argentino se había apoyado para la tapa de su disco, fui testigo de una de esas operaciones clandestinas. Un grupo de turistas españolas negociaba con una mujer china que desplegaba un catálogo plastificado lleno de modelos de carteras.
El precio inicial para el bolso que buscaban fue de 150 dólares, pero en Canal Street el regateo es parte del guion. Tras un par de idas y vueltas, las españolas lograron bajar la cifra a 75. La vendedora asintió y, sin decir palabra, se esfumó en busca del producto.
La curiosidad me ganó y aproveché para preguntarles a las chicas por la calidad de esas carteras. Con aire de clientas experimentadas, me contaron que ya habían comprado otras veces y que, según ellas, eran muy buenas. Les sorprendía comprobar que incluso ofrecían los últimos modelos, los mismos que habían visto en la Quinta Avenida a un precio cinco veces mayor. Pasados unos minutos, la comerciante asiática reapareció como si nada, con la cartera envuelta en una bolsa plástica. Todo se resolvió en segundos: billetes en mano y, por supuesto, sin recibos.

El secreto a voces es que en Estados Unidos la venta de imitaciones es ilegal. Por eso la operación tiene ese aire de performance: el catálogo escondido, la caminata hacia una calle lateral, la espera breve, el pago en efectivo. Nada que ver con la experiencia reluciente y minimalista de una boutique de la Quinta Avenida. Aquí todo es precario, callejero, improvisado.
El contraste es brutal: a solo unas cuadras, las grandes marcas levantan templos de mármol y cristal; en Canal Street, bajo la sombra de rascacielos, los vendedores improvisan su economía de supervivencia.

De carteras y modas entiendo poco y nada, pero Nueva York siempre ofrece varias capas de lectura. Esta vez, en la búsqueda de una huella musical, terminé descubriendo un mundo de carteras falsas que late con la misma intensidad que los rascacielos y los taxis amarillos. Y confirmé que en esta ciudad nada es lo que parece: ni las carteras de marca, ni las esquinas escondidas, ni siquiera la propia historia que uno viene a buscar.