A primera vista, es un simple árbol, en concreto, un pino que se alza a escasos metros del mar y abraza la costa. Podría parecer insignificante en un rincón donde la serenidad parece reinar. Sin embargo, su importancia va más allá de su mera presencia ornamental. Sin este árbol, la identidad visual y poética de Gibara, pueblo excepcional en el oriente cubano, perdería parte de su hermosa singularidad.
El árbol en cuestión habita de forma desgarbada y aislada en un peñasco de la Batería Fernando VII, una fortificación militar construida en el siglo XVIII para resguardar la bahía de los ataques de corsarios y piratas.
Hace unos días pregunté por este pino en un grupo de Facebook que reúne a miles de gibareños y llovieron los comentarios:
“Realicé un juramento de amor allí, un compromiso que cumpliré a cabalidad sin importar las circunstancias“.
“Ese árbol guarda recuerdos muy especiales de mi familia. Conserva añoranzas, nostalgias y reencuentros. Pregúntale, pregúntale al pino… él sabe.“
“Ese pino no está solitario, está en el corazón de todos los gibareños“.
“Oh, si ese pino hablara…“
En ese foro me enteré de que ese árbol ha recibido diversos nombres a lo largo del tiempo, como “El pino solitario“, “El guardián de la bahía“ o “El árbol del amor“. Pero su nombre más especial es “El pino de los poetas“, bautizado así por la poetisa cubana Lalita Curbelo Barberán (Holguín 1930-2002).
Cuentan que bajo la sombra de este árbol aún se suceden tertulias, lecturas de poesía, recitales improvisados y hasta se redactan manuscritos de futuras obras literarias.
Esa quietud, solo interrumpida por el susurro del viento y el suave murmullo de las olas, es el primer destino de escritores cuando llegan a Gibara. Uno de esos ilustres visitantes era el Premio Nacional de Literatura Pablo Armando Fernández (Las Tunas, 1929 – La Habana, 2021).
De alguna manera este pino es sagrado, como los árboles centenarios que han sido epicentros de ceremonias rituales en diversas culturas. El árbol, un lugar de comunión, un vínculo profundo entre la naturaleza y el espíritu humano.
En diferentes culturas ancestrales, por ejemplo, los árboles eran considerados guardianes de la sabiduría, mediadores entre lo divino y lo terrenal debido a su arraigo en la tierra y su ascensión hacia el cielo. Además, simbolizaban el renacimiento, representando la vida misma en las mitologías de civilizaciones antiguas. Desde el Yggdrasil nórdico, el árbol del mundo que conectaba los diferentes niveles del cosmos, hasta el Bodhi tree bajo el cual Buda alcanzó la iluminación, estos seres vivos eran testigos de la transformación y el renacimiento espiritual.
Por otro lado, los bosques sagrados de los druidas celtas y las selvas tropicales protegidas por las tribus amazónicas encarnaban la idea de que la naturaleza no era simplemente un recurso explotable, sino un ente vivo que merecía respeto y veneración. Veían en la biodiversidad un reflejo de su propia diversidad cultural y espiritual.
“El pino de los poetas“ no sólo se erige como un santuario de la palabra; es también un rincón de resistencia. Su arraigo en esta bendita porción de la geografía cubana concentra, como una metáfora viviente, la fortaleza y la voluntad del pueblo que lo acoge. A lo largo del tiempo, este árbol solitario ha resistido a feroces oleajes e incontables huracanes que han azotado la región. Las cicatrices dejadas por estos embates naturales en su tronco y ramas son, de igual manera, testimonio alegórico de la resiliencia inquebrantable de sus adoradores.
Venerar a los árboles, como a este “Pino de los poetas“, santuario de la palabra y rincón donde las musas murmuran inspiraciones, es un recordatorio constante de la importancia de vivir en armonía con la naturaleza. Cuidar de ellos equivale a cuidar de nosotros mismos.