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Una nevada cubre de blanco Buenos Aires. No es como aquella que, de forma extraordinaria, cayó en el invierno de 1918 y luego en 2007 sobre la capital argentina. Esta, más densa, más inquietante y abarcadora, cae en pleno verano y sobre la pantalla. El Eternauta, la célebre historieta argentina de ciencia ficción, ha vuelto.
Netflix ha lanzado su serie, que es ya la más vista de la plataforma en una treintena de países. Hasta diversos rincones del mundo ha llegado el acento de un país que aprendió, tragedia mediante, que nadie se salva solo.
Escrita por Héctor Germán Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López entre 1957 y 1959, la historieta original narra una misteriosa nieve tóxica que cae sobre Buenos Aires, y mata de forma instantánea a todo ser vivo que entra en contacto con ella. En medio de la catástrofe, Juan Salvo, un hombre común, se convierte en el líder de un pequeño grupo de sobrevivientes —su esposa (ex esposa en la serie) Elena, su hija Martita (en la serie se llama Clara) y sus amigos Favalli, Lucas y Polski— que se refugian en una casa del barrio Vicente López. Para poder salir al exterior en busca de recursos o para combatir, improvisan trajes y máscaras para protegerse.
A medida que intentan comprender lo que sucede, descubren que la nevada es parte de una invasión extraterrestre a gran escala, orquestada por entidades invisibles llamadas los Ellos, que manipulan a otras criaturas, como los Cascarudos, los Manos y los humanos controlados, conocidos como Hombres-Robot.

La historieta, que salía en entregas de Hora Cero Semanal, tuvo varias secuelas y reediciones. Combina resistencia y desesperanza, al tiempo que expone una crítica social y política de profundidad. Juan Salvo se convierte en una figura trágica que queda atrapada en un viaje eterno por el tiempo y el espacio, buscando reencontrarse con su familia. De ahí su nombre: El Eternauta.

Durante años se dijo que era inadaptable al cine. Que la historia era demasiado compleja, simbólica, argentina. Pero el desafío fue asumido por Bruno Stagnaro, un director que ya había demostrado con la serie Okupas que los márgenes también tienen voz. Rodeado por un equipo de casi 3 mil personas, con Ricardo Darín en la piel de Salvo y con una inversión sin precedentes en la industria nacional, Stagnaro logró lo que parecía imposible: convertir esa historieta mítica en una superproducción global sin que la primera perdiera su alma.
Vi de un tirón los seis capítulos que componen la primera temporada, a pesar de que su director recomienda ver uno por día, sin maratonear. Es que quedé prendado de la historia, y los personajes comenzaron a parecérseme a la calle, o viceversa. Por ejemplo, en medio de una manifestación de trabajadores, entre bombos y pancartas, apareció un cartel publicitario de la serie: Juan Salvo, con su máscara protectora, observaba. Y por un momento, no fue publicidad. Fue presencia. Un manifestante más. Como si el héroe colectivo hubiera salido de aquel cartel para marchar con los obreros.
El Eternauta es, ante todo, una metáfora de la organización frente al desastre. Una crónica de lo que ocurre cuando la amenaza es tan grande que no hay salida individual posible. En la historia, la nieve mata. Quienes logran sobrevivir lo hacen porque se organizan, actúan en grupo, se escuchan. No hay héroes solitarios. Hay un hombre común que, empujado por el espanto, se convierte en líder sin dejar de ser uno más.
Y eso, hoy, suena a revolución. En una época en la que el algoritmo premia el narcisismo disfrazado de comunidad, y el “sálvese quien pueda” se ha convertido en norma, que una serie con tal mensaje sea furor en tantos países —desde Japón hasta Estados Unidos— no es un dato menor. Es una grieta en el relato dominante. Una anomalía hermosa.

Detrás de El Eternauta subyace otra tragedia. Esta vez duramente real. Su creador, Oesterheld, fue secuestrado y desaparecido por la dictadura argentina en 1977. Los militares desaparecieron, además, a sus cuatro hijas, tres yernos y dos nietos por nacer —dos de las hijas secuestradas estaban embarazadas—. Su esposa, Elsa Sánchez de Oesterheld, se convirtió en una de las Abuelas de Plaza de Mayo. Elsa murió en 2015, sin haber dejado nunca de ser activista por los derechos humanos y de buscar a su familia; en especial a esos dos nietos nacidos en cautiverio que, quizá, hayan visto la serie sin saber que son descendientes del creador.

La adaptación de El Eternauta que hoy capta la atención en pantallas alrededor del mundo lleva también esa huella. No solo es una superproducción que involucró efectos especiales, máscaras, vehículos pesados y toneladas de sal para simular nieve en pleno verano porteño. Lleva el peso de una memoria que se niega a morir. Y, al mismo tiempo, la potencia de una obra que nunca dejó de ser actual.
La serie de Netflix no emociona únicamente por su excelente factura técnica, guión o actuaciones. Emociona porque vuelve a poner en el centro valores como la solidaridad, la empatía, el trabajo colectivo. Porque recuerda que, incluso en la ficción más distópica, los vínculos pueden salvarnos. Y que, siempre, la salida es colectiva.