El mundo de Eliseo Diego no termina con los puntos finales de sus textos. El universo propio de ese venerable escritor cubano asoma constantemente en lo sublime de la vida cotidiana.
Hace unos días además de releer algunos de sus poemas, me propuse escucharlo. Por suerte hay varias grabaciones y audiolibros con su voz en internet.
Eliseo declama sus poemas y su voz grave, pausada y con timbre de fumador empedernido se disfruta sobremanera. Es un pasaje por una dimensión donde se lo siente más tierno y cercano.
De todo ese viaje sideral hay un verso que me retumba y ahora no puedo dejar de atarlo a la cadencia de su voz: “Porque quién vio jamás las cosas que yo amo”.
Así cierra Eliseo Diego “Nostalgia de por la tarde”, poema dedicado a Bella García-Marruz, su compañera de vida.
Con solo una lectura podemos llegar a sentir como propias las estremecedoras alusiones que evocan cada estrofa de ese poema. Quizás sea por la relación amorosa entre Bella y Eliseo y lo singular de la escritura del poeta.
De esa forma hacemos nuestras las nostalgias personales de Eliseo y, aunque en otro tiempo y espacio, las contextualizamos en nuestras tardes. Porque, ¿quién no guarda nostalgias en la mochila y carga sonriente con ellas por la vida?
Entonces, como si fuese un proceso patológico, emerjo del texto en la voz de su autor y quedo a la deriva en un mar de fotografías.
O sea, yo obturo mi cámara pero, en esencia, esas son instantáneas disparadas indirectamente por Eliseo Diego.
Nostalgia de por la tarde
a Bella
El que tenía costumbre de poner las manos
sobre la mesa blanca junto al pan y el agua,
traje rugoso de fervor y alpaca,
y aquella su esperanza filial en los domingos,
ya no conmueve nunca el suave pensamiento de la fronda
con el doblado consejo de su paso.
Y el taciturno banco entre los álamos dormido
y aquel campito hirsuto a quien las lluvias respetaban.
Qué tedio los sepulta como la muerte a los ojos
que no los cruza nunca la bendición de unas palomas,
que tengo que soñarlos, mi amiga, tan despacio
como quien sueña un grave color que nunca viera,
como quien sueña un sueño y eso es todo.
Porque quién vio jamás
pasar al viejecillo
de cándido sombrero bajo el puente
ni al orador sagrado en la colina.
Yo vi al lagarto de liviana sombra
distraerse de pronto entre su sangre,
quedar inmóvil, sí, tumbado,
pesando e incapaz de confundirse ya nunca con la tierra.
(El que tenía costumbre de cruzar las manos
sobre la mesa blanca para mejor mirarnos,
su mueca de morir cuándo la he visto,
su mueca parda.)
He visto al pez de indestructible púrpura,
en la mañana arde como criatura perpetua de la llama,
olvida los trabajos mugrientos de su sangre,
yace perfecto y la madera sagrada lo levanta.
Pero quién vio jamás
el ruedo misterioso de tu falda
mientras cortas las rosas en la tarde
ni el roce y la tristeza de la lluvia
como un ajeno llanto por mi cara.
Porque quién vio jamás las cosas que yo amo.