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Al escritor argentino Ernesto Sabato lo conocí por el final. Antes de leer sus primeras novelas, El túnel o Sobre héroes y tumbas, me sumergí en Antes del fin, sus memorias publicadas en 1998 por Seix Barral, cuando el escritor tenía ochenta y seis años. Quizá por eso, cuando visité su casa en Santos Lugares, no lo sentí como una figura distante, de biblioteca o academia, sino como un hombre que había pasado por muchas muertes, muchas búsquedas, muchos fuegos interiores. Lo sentí, simplemente, como alguien a quien ya conocía.
Esa tarde en su casa —un rincón tranquilo al oeste de Buenos Aires— fue luminosa y melancólica. Caminé por la calle que ahora lleva su nombre y, frente a un mural gigante con su imagen, está la morada: un chalet de rejas negras y árboles altos.

Sabato había escrito:
En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que las usaron.
Y ahí estaba su estudio, ahí su escritorio, su biblioteca con más de 3 mil ejemplares, sus cuadros, y una energía que se respiraba espesa, como si el tiempo se hubiese negado a pasar del todo por esas habitaciones.
Antes del fin no es un texto complaciente. Sabato aclara de entrada: “No esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones…”. Pero incluso con ese escudo, sus memorias desgarran. Desde su niñez en Rojas, su paso por la militancia comunista, su amor por Matilde —su compañera de vida—, su trabajo en el Laboratorio Curie de París, hasta la decisión de dejar la ciencia luego de la bomba lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki. Ese gesto de renuncia lo marcó para siempre: abandonar la física, a la que había llegado con brillantez, para no contribuir —aunque fuese de forma indirecta— a los mecanismos de destrucción del poder. Según cuentan, Bernardo Houssay, su mentor y Premio Nobel, se enojó tanto que dejó de saludarlo.

Ese punto de quiebre le abrió las puertas de la literatura. Y Sabato irrumpió con fuerza con El túnel (1948), continuó con Sobre héroes y tumbas (1961) —una de las novelas más intensas de la literatura argentina del siglo XX— y culminó con Abaddón el exterminador (1974), su tercera y última novela, una obra oscura, fragmentaria, atravesada por el apocalipsis moral de una sociedad que se desmorona. Su literatura, dijo alguna vez, era una manera de mantenerse a flote en medio del caos. Nunca escribió desde la calma. Siempre desde la herida. Fue el segundo argentino galardonado con el Premio Miguel de Cervantes (1984), después de Jorge Luis Borges (1979).

En sus ensayos, como El escritor y sus fantasmas o Apologías y rechazos, fue más allá: se interrogó sobre el arte, el sentido de la existencia, la ética, el fracaso. Había en él algo profundamente renacentista: físico, ensayista, novelista, pintor. Pero también algo profundamente argentino: contradictorio, pasional, atormentado. Y, sobre todo, comprometido.

En 1984, al frente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), investigó los crímenes de la dictadura. El informe Nunca más, con su prólogo, fue una piedra angular en la reconstrucción democrática del país. No era un político, pero entendía que había momentos en que el silencio era cómplice. Y escribió: “Frente a la atrocidad, la neutralidad favorece al verdugo”.

Caminar por su casa, convertida en museo, es andar por una vida. El gran jardín de la entrada, como un pequeño bosque doméstico, recibe en silencio. La luz del sol se cuela entre el follaje espeso de los árboles altos y dibuja manchas doradas sobre una alfombra natural de hojas secas. A primera vista, todo parece descuidado, como abandonado al azar de las estaciones. Pero no lo está. Así lo quiso Sabato: un jardín sin podas, sin simetrías, sin artificios. Prefería ese desorden vital, ese modo selvático que preserva el alma de la tierra sin imponer formas.
Atravesando la casa, en el segundo patio —el del fondo—, se alza una figura que resiste el paso del tiempo: la estatua de Ceres, la diosa romana de la agricultura, del crecimiento de las plantas y de las buenas cosechas. Permanece allí, inmóvil, como si aguardara algo. No es una pieza decorativa más. Es la misma imagen que aparece en la escena inicial de Sobre héroes y tumbas, en el Parque Lezama, cuando Alejandra y Martín se encuentran por primera vez bajo su sombra. Aquella estatua que fue testigo del inicio de una historia marcada por el fatalismo y la belleza, hoy habita también este rincón íntimo, como una llave entre la ficción y la vida. En ella, como en toda la casa, Sabato dejó sembradas sus obsesiones: el misterio, la memoria, la naturaleza indomable y el temblor de lo humano.
Todo en la casa está dispuesto con respeto. No hay efectos museográficos. Los objetos y espacios están tal cual Sabato y Matilde los habitaron. Hay fidelidad a lo íntimo: sus cuadros al óleo, de rostros y paisajes deformados; la biblioteca en desorden; fotografías familiares; el sillón gastado; el reloj del que hablaba. Y uno, visitante, testigo, comprende que cada cosa ahí sobrevive como los fragmentos de un sueño, como lo escribió él mismo: “restos de una ilusión”.
Santos Lugares no es París, ni el centro de Buenos Aires, ni Rojas. Es un lugar intermedio, como suspendido, perfecto para alguien que nunca terminó de sentirse cómodo en ningún lado. “He vivido en los márgenes”, dijo. Y es cierto: estuvo en la ciencia, pero se fue; en política, pero de costado; en la literatura, pero con la incomodidad de quien ve fantasmas. Y un día también dejó de escribir y comenzó a pintar.
Quizá por eso su casa no tiene pretensiones.En cada rincón se percibe con fuerza la presencia de lo vivido por Ernesto Sabato, quien murió allí el 30 de abril de 2011, apenas días antes de cumplir 100 años, después de haber escrito, pintado y llorado sobre la vida.