“Pinocho acabó reconociendo que no estaba siendo bueno, y arrepentido decidió buscar a Geppetto. Supo entonces que Geppeto, al salir en su busca por el mar, había sido tragado por una enorme ballena. Pinocho, con la ayuda del grillito, se fue a la mar para rescatar al pobre viejecito. Cuando Pinocho estuvo frente a la ballena le pidió que le devolviese a su papá, pero la ballena abrió muy grande su boca y se lo tragó también a él. Dentro de la tripa de la ballena, Geppetto y Pinocho se reencontraron. Y se pusieran a pensar cómo salir de allí. Y gracias a Pepito Grillo encontraron una salida. Hicieron una fogata. El fuego hizo estornudar a la enorme ballena, y la balsa salió volando con sus tres tripulantes. Todos se encontraban salvados”.
Es un fragmento de Las aventuras de Pinocho, célebre obra de la literatura italiana y universal, escrita por Carlo Collodi y publicada regularmente desde 1882 hasta 1883 en el periódico Giornale per i bambini.
En ese pasaje del cuento y en la adaptación animada al cine por Disney, específicamente en la secuencia en que la marioneta más famosa de la historia entra pavorosa por la boca de Monstruo, la Ballena, uno de los grandes villanos del film, fue en lo que pensé al estar a pocos metros de varias ballenas, en las azules y frías aguas de las costas de la Península de Valdés y Puerto Madryn, en Argentina.
Mas, tanto en mi experiencia como en la realidad, las ballenas no son las malvadas, sino todo lo contrario.
Cada año, desde mayo y hasta noviembre, se dan cita en esta zona del sur argentino cientos de ballenas francas australes, uno de los cetáceos más raros del mundo.
Llegaron a principios de la década del setenta del siglo pasado, cuando estaban en peligro de extinción por la cacería comercial. En 1984, la especie fue declarada Monumento Natural Nacional por el gobierno argentino, para resguardar su integridad en las aguas territoriales del país.
Las propicias condiciones de la fauna marina, las aguas templadas de esta región y, sobre todo, la convivencia pacífica cerca de los seres humanos, hicieron que hoy un tercio de todas las ballenas francas del mundo escojan como hábitat de apareamiento y parición estas aguas.
“Las ballenas francas año tras año regresan a una misma área de cría, como por ejemplo Península Valdés, en Argentina, y por lo general regresan al sitio donde nacieron. A este comportamiento se lo llama filosofaría o fidelidad de sitio. Gracias a los estudios de foto-identificación, hemos aprendido que las ballenas francas tienen filopatría a las áreas de cría como Península Valdés o las costas de Santa Catarina en Brasil o a distintas bahías en Sudáfrica, Nueva Zelanda y Australia. Esto lo hemos aprendido al fotografiar ballenas como bebés y luego como juveniles o adultas, regresando a Península Valdés. Es más, conocemos familias enteras que regresan a Península a dar a luz y pasar allí los primeros meses de vida de los ballenatos”, sostiene el Doctor en Biología Luciano Valenzuela, investigador principal del Instituto de Conservación de Ballenas, una organización sin fines de lucro fundada en Buenos Aires en 1996, con el propósito de proteger a las ballenas y su medioambiente mediante la investigación y la educación.
La ballena franca austral, el mamífero más grande del Océano Atlántico, es una de las especies marinas más estudiadas. Al nacer, pesan hasta tres toneladas y miden entre cuatro y seis metros. Durante dos años, las crías son cuidadas y amantadas por sus madres. Ya de adultas, estas ballenas alcanzan un tamaño de hasta 17 metros y llegan a pesar hasta 50 toneladas.
Su piel es casi toda de color negro y en su vientre tienen grandes manchas blancas. No tienen aleta dorsal y se propulsan con la cola. Nadan a una velocidad promedio de cinco kilómetros por hora.
No tienen dientes, sino barbas largas, que cuelgan del maxilar superior. Mientras se trasladan, engullen bocanadas de agua, que filtran luego por medio de esas barbas. Queda una masa de krill (un tipo de crustáceos pequeños, similares a los camarones) y diminutos peces para alimentarse.
La cabeza es un tercio de todo su cuerpo y sobre ella se forman callosidades que son únicas en cada ejemplar. Algo similar a las huellas digitales de las personas. Esas formaciones, en modo de costras blanquecinas, les permiten a los biólogos marinos identificar y estudiar a cada ballena franca austral, sus comportamientos y hábitos. Viven entre 50 y 100 años.
Impresiona su tamaño y más aún cuando emergen del mar, con su gigantesca cola o con la enorme cabeza. Pero esas conductas o dar golpes en el agua con sus aletas constituyen su forma de comunicarse y jugar. Son de los animales más grandes del mundo y, a su vez, de los más inofensivos. En fin, que como mismo no es cierto que nos crece la nariz como a Pinocho, si decimos mentiras, en esta aventura supe, de muy cerca, que tampoco las ballenas son malvadas, como reza el célebre cuento.