Entre los recuerdos que se aferran a mi historia de vida, existen objetos que parecen mantener intacta su esencia. Son ventanas al pasado que, cada vez que las abro de par en par, muestran cómo lo viejo puede contemporizar. En su forma y contenido, actúan como una sintonía entre antes y ahora.
Uno de esos objetos es un libro, una añeja edición de La Edad de Oro, los cuatro números publicados entre julio y octubre de 1889 por José Martí, que a partir de 1905 comenzó a ser publicada en forma de libro.
Pero mi ejemplar no es uno más. Se trata de una edición de tapa dura, de color rojo, con el título dorado ya gastado y casi ilegible. Pertenece a una tirada de 1959 por el Ministerio de Educación del entonces naciente Gobierno revolucionario.
El libro fue un regalo de mi abuelo a mi hermano cuando este tenía 8 años. Yo aún estaba en el vientre de mi madre. Así lo evidencia la fecha y la dedicatoria en la primera página en blanco: “Para mi nieto que sabe mucho. Papá” (así le decía mi hermano al abuelo). Fecha: 25/4/1980.
La primera vez que mis padres me leyeron el cuento “Meñique” fue con este ejemplar. Fueros sus páginas, años después, en las que aprendí a leer.
Desde que tengo uso de razón, este libro ha formado parte de la fotografía de mi hogar. Lo recuerdo como uno de los más robustos que teníamos en el librero de la sala, donde se encontraba el televisor soviético en blanco y negro marca Krim 218 y yo me sentaba a ver los muñequitos y las aventuras todas las tardes. Incluso sobrevivió en el fondo de una caja, entre papeles y trastos.
A lo largo de los años, he cambiado de casa, de provincia e incluso de país y, sin ser algo premeditado, parece que heredé el ejemplar porque siempre ha estado en mis mudanzas. Hoy dí, ocupa un lugar en mi librero, en Buenos Aires.
Hacía tiempo que no abría esta reliquia. Estaba allí, dormida en un rincón entre otros libros. Hoy la desperté en busca de uno de los grabados maravillosos que Adrien Emmanuel Marie hizo para adornar las fábulas, narraciones, poemas y cuentos de Martí. El viejo libro no conserva la encuadernación de antaño pero las páginas, aunque amarillentas, siguen intactas, libres de polillas.
Al hojearlo, saltan a la vista subrayados trazados con diferentes estilos y ritmos. Algunos están marcados con grafito de lápiz, otros con tinta roja. También hay hojas dobladas por las esquinas.
Reconozco que suelo subrayar los libros, así que algunos trazos deben pertenecerme. Pero los otros deben ser de la mano de mi hermano, de mi madre y de mi padre entre las líneas.
Leo el libro siguiendo solo los subrayados. Salto de fragmento en fragmento, de una oración a un verso, y una nueva historia se revela ante mis ojos.
“Todo lo que quieran saber les vamos a decir, y de modo que lo entiendan bien, con palabras claras y con láminas finas”, escribe Martí en la primera página y, a su vez, es lo primero subrayado.
Otros pasajes marcados: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía”, de “Tres Héroes”.
En Meñique: “(…) porque la vida sin cortesía es más amarga que la cuasia y que la retama”.
Y entre los versos está: “Difieren los talentos a las veces: / Ni yo llevo los bosques a la espalda, / ni usted puede, señora, cascar nueces”. Es el final del poema “Cada uno a su oficio”, un texto del estadounidense Ralph Waldo Emerson (1803-1882) que Martí tradujo para incluirlo en la revista.
Y así, muchas líneas subrayadas.
Subrayar un libro, en cierto modo, es dejar una marca propia en sus páginas. Es como tejer una red de significados a partir del contenido original. Es una manera de volver siempre a ese puerto/libro y tirar anclas. Leer. Marcar nuevas palabras, doblar páginas y encontrarnos a nosotros mismos, en un momento particular de la vida. Es más que simplemente marcar pasajes destacados o frases memorables.
El acto de subrayar y hacer propio el libro podría cumplir en La Edad de Oro el propósito fundamentalmente didáctico que guió a José Martí al crear la revista. Martí buscaba proporcionar a los niños un conocimiento amplio y enriquecedor, ofreciendo una visión del mundo para alentarlos a pensar y expresarse con elocuencia y sinceridad.
Al remarcar sus palabras y hacer apuntes en las páginas creamos un diálogo con el autor.
Y así, entre las páginas de este libro lleno de historia y significado, siendo un adulto, me encuentro a mí mismo una vez más.
Ahora vuelvo a reparar sus páginas e, sin remedio, subrayo nuevos tramos. Con cada trazo de mi lápiz, agrego una capa de significado.
Sé que en un tiempo futuro, volveré al mismo ejercicio y, de seguro, encontraré nuevas cosas que marcar. Es un libro sin fin.