Durante la dictadura que azotó Argentina de 1976 a 1983 se establecieron alrededor de 700 centros clandestinos de detención, tortura y exterminio en el país. Uno de los símbolos más impactantes del terrorismo de Estado fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), originalmente un instituto de formación naval.
Varias veces he recorrido el siniestro lugar, hoy día espacio dedicado a la promoción y defensa de los Derechos Humanos. Resulta una experiencia inusitada adentrarse en sus instalaciones de altas paredes y puntales. Subir y bajar las angostas escaleras; las mismas que transitaron las víctimas. Es paralizante observar marcas en las paredes, que emergen debajo de varias capas de pintura como lo que son: silenciosas huellas de gritos de un pasado aún reciente.
El epicentro del complejo, situado en un terreno de 17 hectáreas con una treintena de edificios, era el conocido como Casino de Oficiales. A pesar de su nombre, el lugar no estaba destinado al entretenimiento ni el ocio de los militares. Aquí se llevaban a cabo reuniones para planificar y coordinar operativos represivos por parte de los altos mandos del ejército.
Sin orden judicial alguna, las víctimas eran detenidas, tanto de día como de noche, secuestradas en la calle o del interior de sus propios hogares. Luego eran trasladadas a la ESMA, donde se les sometía a la máxima agonía física y psicológica. Brutales golpizas, torturas fríamente diseñadas para infligir sufriemiento extremo, violaciones y abusos sexuales, asesinatos y desapariciones forzadas eran prácticas habituales en este lugar.
La gran mayoría de las víctimas jóvenes eran militantes políticos y sociales, estudiantes, artistas, escritores, sindicalistas, obreros, o periodistas como Rodolfo Walsh; e incluso adolescentes como Dagmar Hagelin. También cayeron religiosas como las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.
Eran personas comunes que buscaban simplemente un país más justo y equitativo. La dictadura argentina intentó borrar sus ideales y silenciar sus voces a través del terror y la represión más brutal.
Hoy el antiguo Casino de Oficiales se ha convertido en el Museo Sitio de Memoria ESMA. En la fachada, rostros de algunas de las miles de víctimas que estuvieron encerradas allí y que aún continúan desaparecidas. Los rostros están fuera y no dentro de las paredes; están a la vista de todos los que pasan por allí.
La visita comienza en el pasillo de entrada, donde puede leerse en grandes letras, como un grito colectivo: “Memoria, Verdad y Justicia”. El lema recuerda a las 30 mil víctimas del terrorismo de Estado en Argentina entre 1976 y 1983.
Cada rincón del edificio hiela la piel. Apenas cuenta con mobiliario. Es lúgubre y sus paredes están rayadas. Todo ha quedado tal como lo dejaron los militares, con intervención mínima en el inmueble. Se conserva así porque cada baldosa, cada ventana, y cada centímetro de pared son parte de la prueba judicial en la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia. Se ha diseñado un recorrido para que los visitantes transiten con cuidado, sin tocar nada. Además, a través de texto impreso y proyecciones se explica la oscura era.
En los pisos superiores se encontraban las habitaciones de los oficiales de la Armada, quienes transitaban la misma escalera por la que eran conducidas las víctimas, esposadas y engrilladas, con capuchas o antifaces de tela que les impidieran lo mismo ver que ser identificados; además de sumirlos en una angustiosa desorientación y sensación de vulnerabilidad.
En el altillo conocido como Capucha y Capuchita estaban los cuartos de reclusión; cubículos muy angostos en los que los prisioneros, a quienes se les asignaba un número, permanecían encapuchados y maniatados sobre colchones en el piso.
El sótano del edificio fue el área destinada a las torturas y violaciones, donde se encontraba la enfermería y, además, se hacía trabajo esclavo. Por el lugar también llegaban los detenidos y salían —los que salían— al cabo de días, semanas o meses, tras ser inyectados con Pentotal, un somnífero que los anestesiaba y dormía. Así eran trasladados a diferentes aeropuertos, subidos a un avión y arrojados vivos al Río de la Plata en los conocidos vuelos de la muerte.
El sitio también fue un emblema del plan sistemático de apropiación de bebés. Se sucedieron múltiples nacimientos en cautiverio, de prisioneras embarazadas.
Al lado de Capucha funcionaba una salita en la que médicos del ejército naval hacían un seguimiento del estado de las prisioneras embarazadas. Llegado el momento, el parto sucedía en condiciones infrahumanas. Los recién nacidos eran separados casi inmediatamente de sus madres y entregados a integrantes de las fuerzas represivas o a sus allegados, quienes falsificaban la identidad del bebé. Las madres prisioneras luego formarían parte de la lista de los vuelos de la muerte.
De acuerdo con investigaciones basadas fundamentalmente en testimonios de sobrevivientes, se estima que en Argentina, durante la dictadura, fueron apropiados 500 bebés. Gracias a las Abuelas de Plaza de Mayo en su empeño por la restitución, la verdad y la justicia, desde el nacimiento de la organización en 1977 hasta la fecha, 132 nietas y nietos han recuperado su identidad.
Es escalofriante pensar que en la ESMA, en medio de la ciudad, de imponentes avenidas en las que se alzan edificios familiares y a pocas cuadras del estadio Monumental que acogió la final del Mundial de Fútbol del 78, en el que Argentina ganó su primera Copa del Mundo, haya sido teatro de un sinfín de atrocidades cometidas contra al menos 5 mil personas. De la cifra, solo 200 sobrevivieron.
En una de mis visitas conocí a Ana María “Rosita” Soffiantini, una de las sobrevivientes. Era estudiante y militante de Montoneros. Su esposo, Hugo Luis Onofri, padre de dos de sus hijos, había desaparecido el 20 de octubre de 1976. Luego se supo que fue asesinado en la ESMA.
Casi un año después, el 16 de agosto de 1977, secuestraron a Rosita junto a su hijo de 7 meses y su hija de 2 años y medio, y los recluyeron en la ESMA. Sus niños, con una suerte sin precedentes, fueron entregados a la abuela materna y lograron salvarse.
Antes de ingresar al antiguo Casino de Oficiales, Rosita se detiene y observa detenidamente el edificio. En la entrada del museo, entre los rostros expuestos reconoce a compañeras y compañeros.
En este lugar, personas como ella lograron sobreponerse al terror extremo y la angustia. Aunque cada minuto sentían el dolor de la tortura y el acecho de la hora de la muerte, encontraron fuerzas donde no las había para sobrevivir. En ese lugar dantesco, Rosita conocería a Ricardo Héctor “Ñeco” Coquet, secuestrado como ella, y se enamoraría.
Ricardo, también sobreviviente, era obrero y militaba en la Juventud Trabajadora Peronista. Fue secuestrado el 10 de marzo de 1977 por un grupo de la Escuela de Mecánica de la Armada y fue obligado a realizar diferentes tareas en condiciones de esclavitud.
Ñeco y Rosita, sorteando el miedo y el encierro, comenzaron una relación. Incluso “gestamos en la clandestinidad”, confiesa al cabo de más de treinta años sobre la hija en común.
Ahora Rosita y Ñeco visitan ocasionalmente el lugar en que estuvieron cautivos y comparten sus experiencias, a costa de repasar el dolor. Consideran imprescindible mantener viva la memoria.
Tras muchas denuncias internacionales, en 1979 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) visitó la ESMA. Para la ocación los militares modificaron el edificio tapando todo rastro de sus desmanes. Entre los trabajos, cortaron el pedazo de escalera que conducía al subsuelo y pintaron las paredes.
“El edificio transpira”, dicen en el museo aludiendo a las manchas de humedad de los muros, prueba de las refracciones de los militares. Las manchas, las paredes descascaradas, el piso, la madera… todo en el edificio está conservado porque constituye “prueba judicial en el proceso de la búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia”. Un palimpsesto del horror.
Fue durante los años siguientes a la recuperación de la democracia en Argentina, en 1983, cuando comenzaron a salir a la luz testimonios e investigaciones que revelaron la magnitud de los crímenes cometidos en la ESMA y lugares similares en todo el país. Se celebraron juicios y se impusieron justas condenas contra los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA y otros centros de detención.
El 24 de marzo de 2004, en medio de las conmemoraciones por los 28 años del último golpe cívico-militar, el entonces presidente Néstor Kirchner ordenó retirar los cuadros de los genocidas Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone del salón de honor en la ESMA. Ambos fueron generales y presidentes de facto durante la dictadura.
La antigua ESMA, transformada en un espacio para la memoria y el homenaje a las víctimas, estimula la reflexión sobre los atropellos de la dictadura. Donde antes reinaba el pánico, hoy se acogen muestras, y se promueve el acceso a testimonios y actividades educativas.
La visita al museo es intensa e impactante, pero necesaria para comprender el terrible nivel de sofisticación que puede alcanzar el deseo de aniquilar al otro, aniquilarlo en su propia carne, en el extremo de la angustia y el dolor somático y psíquico. La memoria es el único conjuro para alejar su sombra, que parece acechar al doblar de cualquier esquina.