Antes de salir de Cuba, una de las cosas que más curiosidad me provocaban era conocer una frontera terrestre entre dos países y la relación entre sus pobladores. No es de sorprender para los que nacimos y crecimos en un archipiélago, con “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, como escribiera Virgilio Piñera al abrir su célebre poema “La isla en peso”.
Por eso la primera vez que tomé un vuelo internacional, en julio de 2010, y aterricé en Argentina, a las pocas semanas viajé al noroeste del país a lo largo de 600 km solo para conocer, durante un par de horas, una de las demarcaciones territoriales más concurridas de Suramérica. Se trata de La Quiaca, un poblado del norte argentino, que limita con Villazón, localidad boliviana.
En la también conocida frontera “caliente” de narcotráfico y contrabando en la región, lo llamativo es el ajetreo diario de “bagayeros”, vendedores ambulantes de mercadería procedente fundamentalmente del contrabando; la dinámica comercial de los cientos de pequeños e improvisados puestos donde se encuentra cualquier réplica de marcas de ropa o tecnología; y los “paseros”, personas de indistintas edades que cruzan por un pasillo, con bultos de hasta 200 libras sobre sus espaldas que esquivan los impuestos de un lado y del otro.
Si no fuera por ese hormiguero incesante de personas de un lado a otro durante el día, el paisaje de esta frontera sería solo un par de montañas grises, sin mucha vegetación y con un riachuelo que separa ambos territorios, comunicados por un puente donde autoridades fronterizas de los dos países comparten mate y charla.