Cojímar, un rincón pintoresco de la costa cubana, existe en un espacio liminal entre la proximidad y la lejanía. Medido en kilómetros, el encantador pueblo pesquero se ubica a poca distancia del centro de La Habana. Unos 10 kilómetros aproximadamente lo separan del El Vedado, tramo que se cubre con un recorrido de no más de 15 minutos en carro. Sin embargo, en un país en el que la movilidad es una odisea diaria, Cojímar, del otro lado del túnel de la bahía, parece hallarse en una dimensión aparte.
No hace mucho, en medio de una abrasadora tarde habanera, mientras esperaba en la parada del reparto Camilo Cienfuegos, avisté la A58 rumbo al pueblo pesquero. Sin dudarlo, crucé la calle y me embarqué hacia una aventura en sentido contrario al que había previsto.
Una vez en Cojímar, me bastó dar algunos pasos para comenzar a percibir el refrescante contraste con la bulliciosa capital. Desde la arquitectura hasta la cotidianidad de los lugareños y su conexión con el entorno marino, todo conforma una atmósfera única. Casas modestas con sus techos de tejas, la pintoresca paleta cromática y el paisaje de la gente en el parque, los portales y el muro del malecón; todo expresa lo auténtico de la comunidad.
En los confines de la historia, el rincón costero de Cojímar emerge como una reliquia que se remonta a los albores del siglo XVI. Con sus raíces hundidas en el pasado, la localidad toma forma cerca de las aguas del río con el que comparte nombre y alrededor del Torreón de Cojímar, fortín español parte del sistema de defensa de La Habana contra posibles ataques; en especial de piratas y corsarios.
La evolución del pueblo, sin embargo, adquiere nueva dimensión en el siglo XIX, cuando se transforma en un incipiente balneario que se extenderá y florecerá a lo largo de la primera mitad del siglo XX.
Los restos de un muelle son hoy huella de aquel tiempo de bonanza.
Enclavado a orillas del mar como un antiguo guardián de memorias, el muelle es un vestigio de la década de 1920, cuando sus pilares, entonces de madera, comenzaron a dar forma a un sitio que trascendería su propósito original. No destinado para las naves que surcan las aguas, sino como enclave para los bañistas.
A la entrada del muelle está la caseta que albergó el primer cable submarino telegráfico del que dispuso Cuba, estableciendo un vínculo comunicativo con Cayo Hueso, Estados Unidos. Su construcción data de 1869 y para 1870 estaba en pleno funcionamiento. La Western Union se encargaba de su operatividad, sin embargo, a medida que avanzaba la década de 1940, cesó en sus labores. Una caseta similar se conserva en Cayo Hueso; hoy es un museo dedicado a la historia de esta conexión telegráfica.
La pasión de Ernest Hemingway consolidó aún más la singularidad de Cojímar. Llegado a Cuba en busca de respiro tras las turbulentas corrientes literarias parisinas, el escritor estadounidense se encontró este rincón. Los pescadores locales, quienes con sus modestas embarcaciones exploraban a diario las riquezas de las aguas, se convirtieron en su fuente de inspiración y amistad.
La relación entre Hemingway y Gregorio Fuentes, conocido como Goyo, es testimonio de esa conexión. Goyo, un pescador canario afincado en la isla desde temprana edad, fue patrón de El Pilar, el yate del escritor. Sus andanzas compartidas dieron pie a una amistad sólida y a la inspiración detrás de una de las obras literarias más influyentes del siglo XX: El Viejo y el Mar.
Escrita en Cuba en 1951 y publicada en Estados Unidos en 1952, la novela narra la épica lucha de un anciano pescador llamado Santiago contra un enorme pez espada en el Golfo de México. La historia resalta la tenacidad, la resistencia y el valor del protagonista frente a la naturaleza implacable y las fuerzas del mar. La novela, galardonada con el Premio Pulitzer en 1953, exploró temas universales como la perseverancia, la dignidad, la relación entre humano y naturaleza y la lucha contra la adversidad. La obra fue esencial para la concesión del Premio Nobel de Literatura a Ernest Hemingway en 1954.
Goyo, fallecido en Cojímar en 2002 a los 104 años, sostenía que él no era el protagonista de la novela de Hemingway, sino un viejo pescador llamado Anselmo Hernández. No obstante, él fue testigo ocular de la proeza de Anselmo en alta mar y, con su vívida narración, influyó profundamente en la trama.
El protagonista es descrito por Hemingway como sigue:
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de esas cicatrices eran recientes. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto. Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
Cojímar, junto con su amable comunidad, cautivó el interés de Hemingway y viceversa, dejando una marca indeleble en la percepción del mundo sobre este rincón costero. La conexión trasciende lo literario. Cerca del parque principal José Martí, frente al antiguo Torreón español erigido en 1649, en una glorieta, un monumento rinde tributo a Papá Hemingway, como solían decirle cariñosamente al escritor.
El busto de bronce, hecho con propelas de bronce donadas por miembros de la Cooperativa de Pescadores de Cojimar y colocado el 2 de julio de 1962, en el primer aniversario del suicidio de Hemingway, mira risueño y con serenidad hacia el mar. O, mejor dicho, como se acentúa en el libro, mira “hacia la mar”:
Decía siempre “la mar”. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de “ella”, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, lo llamaban “el mar”. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
En este rincón de Cuba, a la vez cercano y remoto, la autenticidad es una constante. Entre la tranquilidad del paisaje y las palabras imperecederas del ilustre escritor, el viaje a través del tiempo es posible. La magia atemporal de Cojímar y la huella perdurable de Ernest Hemingway convergen aquí, invitando a sumergirse en un relato que une pasado y presente.