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Cartagena de Indias es testigo de cómo, a pesar de los siglos, los demonios del amor y la historia nunca terminan de exorcizarse del todo. Cerca de la muralla, donde el viento marino arrastra susurros de otros tiempos, las piedras centenarias de un antiguo convento de clausura devenido hotel de lujo parecen guardar secretos que se niegan a desvanecerse.
Aquel 26 de octubre de 1949, un joven periodista llamado Gabriel García Márquez, del periódico El Universal, el principal diario de la ciudad, llegó al centenario convento de Santa Clara sin muchas expectativas. En el inmueble, convertido en hospital hacía más de un siglo, estaban vaciando las criptas funerarias. Era sabido que allí yacían los restos de tres generaciones de autoridades religiosas y otros miembros de la aristocracia colonial de la comarca, por lo que no se esperaba un hallazgo noticiable.
Pero el descubrimiento inesperado ocurrió en una hornacina del altar mayor. Al romper la lápida, emergió una cabellera de un intenso color cobre que parecía inagotable, hasta revelar un cráneo de niña. Solo quedaron unos huesos pequeños y un nombre en la piedra corroída: Sierva María de Todos los Ángeles.

El periodista observó el cabello extendido en el suelo por 22 metros, imposible de concebir en muerte. Pero el viejo maestro de obra, con la serenidad de quien ha visto demasiadas rarezas para sorprenderse, le explicó que el cabello humano sigue creciendo incluso después de la muerte. Si calculamos un centímetro por mes, 22 metros equivalen a dos siglos de abandono.
La lógica, como si fuera una cuestión inevitable del tiempo y la biología, hacía añicos el asombro de todos los presentes ante la cabellera inverosímil que emergía de la cripta. Pero al muchacho que no paraba de escribir en un libretica lo abrazó el misterio. Y todo porque recordó entonces la historia que le contaba su abuela acerca de una marquesita de 12 años que era famosa por su prodigiosa mata de pelo. La niña, al parecer, murió de rabia, por causa de la mordedura de un perro, y pronto se convirtió en un ser milagroso.
No hay registro de lo que el joven reportero publicó en el diario al día siguiente. Pero casi cincuenta años después, aquella cobertura periodística y lo que le había contado su abuela inspiraron a un ya consagrado y nobel de literatura García Márquez a escribir su novela Del amor y otros demonios.
Publicada en 1994, el libro fusiona historia y realismo mágico para relatar el trágico destino de Sierva María de Todos los Ángeles, y la superstición y el fanatismo religioso en la Cartagena colonial del siglo XVIII. Tras ser mordida por el perro rabioso, su destino queda sellado por el miedo y la ignorancia. La recluyeron en un convento bajo sospecha de estar poseída por el demonio. Allí, el joven sacerdote Cayetano Delaura, encargado de su exorcismo, queda atrapado en un amor imposible y tormentoso.

Con una prosa envolvente y una profunda crítica a la intolerancia y el poder eclesiástico, Gabo construye una historia en la que lo fantástico y lo real se entrelazan en una atmósfera de fatalismo y pasión contenida.
El claustro de Santa Clara no es solo el escenario de Del amor y otros demonios, sino un personaje en sí mismo. Fundado en 1621, casi un siglo después de la creación de Cartagena de Indias, el convento fue erigido por alarifes, maestros de albañilería mudéjar que trajeron las formas del arte español y las adaptaron a los materiales del trópico. El propio García Márquez lo describe con precisión en el tercer capítulo de su novela:
El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío. Había un sendero de piedras entre matas de plátano y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz, y un árbol colosal, de cuyas ramas colgaban bejucos de vainilla y ristras de orquídeas.
Debajo del árbol había un estanque de aguas muertas con un marco de hierro oxidado donde hacían maromas de circo las guacamayas cautivas. El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oír misa y cantar detrás de una celosía que les permitía ver sin ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales.
Cuando Sierva María entró en el convento las monjas de clausura eran ochenta y dos españolas, todas con sus servicios, y treinta y seis criollas de las grandes familias del virreinato. Después de hacer sus votos de pobreza, silencio y castidad, el único contacto que tenían con el exterior eran las escasas visitas en un locutorio con celosías de madera por donde pasaba la voz pero no la luz.

En 1862 se confiscaron los bienes a la Iglesia católica y a sus órdenes religiosas. Las monjas clarisas fueron expulsadas del territorio colombiano y el convento lo transformaron en una cárcel. Veinte años después y durante más de un siglo pasó a ser el hospital La Caridad, el más importante de Cartagena. Junto a la capilla se instalaron un orfanato y una escuela, y la construcción se amplió para albergar salas de cirugía y un anfiteatro. En 1974 el hospital se mudó a Zaragocilla y, poco a poco, el inmueble quedó vacío y abandonado.

Hasta que en 1990, a un costado del Santa Clara, García Márquez compró un terreno en el que había una vieja imprenta y se construyó una casa. A pocos metros de los muros centenarios donde estuvo enclaustrada Sierva María de Todos los Ángeles, el escritor se reencontró con esa historia para comenzar a escribir su novela.
Cuando se publicó Del amor y otros demonios, en 1994, el antiguo convento de clausura estaba inmerso en una reforma capital que le devolvería parte de su estilo arquitectónico con el fin de construir un hotel de lujo: el Sofitel Legend Santa Clara.

En octubre de 1995, el hotel abrió sus puertas justo a tiempo para la Cumbre de los Países No Alineados, transformando por completo su pasado monástico en un refugio de lujo. La antigua capilla ahora es un elegante salón de fiestas, mientras que las austeras celdas de las monjas han dado paso a suites matrimoniales. Donde antes las novicias compartían su comida, hoy se sirve alta cocina en un refinado restaurante francés, y el antiguo huerto ha sido reemplazado por una resplandeciente piscina.
Incluso los espacios más insólitos han sido reinventados: la morgue alberga un spa, y la sala donde las novicias tejían —que luego sirvió como quirófano— es hoy la suite más exclusiva, bautizada en honor al escultor colombiano Fernando Botero. En la cripta donde se hallaron los restos y la abundante cabellera de Sierva María de Todos los Ángeles, ahora se levanta el Bar Salón El Coro. Entre sus distinguidos huéspedes figuran Bill Clinton, Mick Jagger y Fidel Castro, entre otras personalidades de talla mundial.

Entre el convento de monjas clarisas que fue en sus orígenes y el hotel de lujo que es hoy, ya median cuatro siglos. A pesar de las transformaciones, en cada rincón, el peso de la historia se entrelaza con el presente gracias a que aquel joven periodista conservó el misterio. Entre las paredes restauradas y el lujo contemporáneo, persiste el eco de las novicias que rezaban, de los enfermos que agonizaban y de los personajes ficticios que Gabriel García Márquez hizo inmortales.
