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He encontrado unas fotos que no recordaba haber tomado. Seis imágenes guardadas entre otras, en una carpeta que alguna vez llamé “La Habana que ya no está”. Son instantáneas del año 2009 y muestran la Plaza de Armas, en el corazón de La Habana Vieja, cuando no solo era un sitio cargado de historia y arquitectura colonial: era también un oasis de papel.
Bajo el sol tropical y el ir y venir de turistas, decenas de libreros montaban allí sus puestos alrededor de la plaza. Estanterías de madera, mantas extendidas en el suelo, libros apilados que se tambaleaban con el viento. Convivían ejemplares firmados por Carpentier o Lezama Lima, ediciones polvorientas sobre la arquitectura habanera, viejos catálogos de arte, carteles de cine cubano, enciclopedias soviéticas, libros de fotografía con el lomo pelado, biografías de líderes revolucionarios y un sinfín de rarezas del universo impreso.
Era un espectáculo de otro tiempo, algo que no parecía pertenecer del todo al presente ni al país. La arquitectura colonial del Palacio de los Capitanes Generales, las columnas señoriales del Segundo Cabo y el imponente Castillo de la Real Fuerza —uno de los fuertes más antiguos de América— parecían custodiar aquel rincón bibliófilo.
A la plaza muchos le decíamos “la Plaza de los Libreros”. Para mí, llegar hasta allí era una pequeña aventura. Podía pasar horas escudriñando los detalles de los libros viejos: dedicatorias manuscritas, sellos de antiguas bibliotecas, subrayados en lápiz. Disfrutaba escabullirme entre esas rarezas.

Eso sí, aquel despliegue de literatura al aire libre no era para todos. Mucho menos para el cubano de a pie. Los precios estaban en CUC —esa moneda que ya no existe, pero que durante años fue sinónimo de privilegio—, y las tarifas resultaban simplemente prohibitivas. Un ejemplar firmado podía costar el equivalente a medio salario mensual. Era una feria para turistas, con alguna que otra excepción si el librero tenía el gesto amable de dejarte hojear sin comprar.
Aun así, la plaza tenía vida. Era una postal de esa Habana vieja que sobrevivía entre ruinas y reformas, entre músicos callejeros y vendedores ambulantes, entre el turismo y la memoria.

Hace unos meses volví a caminar por allí. La plaza y los edificios que la rodean tenían ahora como banda sonora el silencio. Había algo apagado. No estaban los libros. Ni los libreros. Ni los curiosos. Ni siquiera los turistas. Todo estaba desértico. Una Habana detenida, en pausa indefinida.

Solo encontré un perro echado a la sombra, indiferente al bullicio invisible de la historia, y una escultura de bronce, de tamaño natural, de Eusebio Leal. Erguido a la entrada del antiguo Palacio de los Capitanes Generales —hoy Museo de la Ciudad—, su figura parece caminar entre los antiguos estantes, como quien recorre una ciudad amada, con la misma devoción con la que rescató su historia: página por página, piedra por piedra.
Quise entender qué había pasado con los libreros. Un señor que trabajaba en una galería cercana me contó que la decisión se había tomado en 2016. Que la Oficina del Historiador de la Ciudad había prohibido toda actividad de comercialización en espacios públicos por considerar que deterioraban los sitios patrimoniales.
Tiene sentido. O al menos suena razonable. Proteger los espacios históricos, cuidar el patrimonio, garantizar una imagen “limpia” para el turismo. Pero los libreros eran parte del paisaje. Como los pregoneros por la calle. Como los juegos de dominó en los solares.