Hace casi una década uno de mis mejores amigos decidió irse de Cuba y emprender nuevos rumbos por Sudamérica. Cuando se despidió de su familia, lo único material que le obsequió a su madre fue un almanaque con una imagen de José Martí.
Detrás de la cartulina, en letra cursiva, escribió:
“Para mi mamucha linda: recuerda que tu luz y ejemplo siempre me acompañan. Aún más en tierras lejanas. También recuerda siempre que te quiero mucho, mucho.
Tu hijo, Amado.
21 de marzo de 2013.”
Desde entonces Celeste, hermosa maestra, octogenaria, que mantiene intacta esa ternura que solo poseen los seres humanos que han abrazado al magisterio como vocación de por vida, tiene colgado en su cuarto aquel calendario de 2013, año del 160 aniversario del natalicio del Apóstol de Cuba.
Y en todos estos años ella ha ido escribiendo detrás de ese almanaque, a continuación de la dedicatoria de su hijo, sucesos trascendentes desde que él partió.
De ese modo, como si fuera una especie de diario íntimo, hay anotaciones con las fechas de las veces en que su hijo, que es el más pequeño de dos, ha vuelto a casa.
La oración más reciente y, quizás la más importante, es la hora, día y año en que nació su nieta Belén, en Buenos Aires, a la que por la maldita pandemia, aún no ha podido conocer en persona.
Desde hace nueve años todos los días, al levantarse, lo primero que ve Celeste es ese retrato de Martí y, al lado, un cuadrito con un collage de fotos de sus hijos y nietos.
¿Cuánta grandeza, amor y fe nos lega la figura de Martí para que sea asidero, puente íntimo y sentimental entre una madre y un hijo separados geográficamente por miles de kilómetros? Fue en lo que pensé cuando hace algunas semanas visité en Holguín a la familia de mi amigo y su madre me mostró su tesoro.
Desde ese día cuanto busto o imagen de Martí que me he cruzado, siento una evocación profunda de la madre de mi amigo. Quizás ella, a su vez, cuando ve por las escuelas también los bustos del Maestro o lee sus versos del Ismaelillo, siente cerca a su hijo y a su nieta.
Pienso en un fragmento de “Musa traviesa”, poema de Martí que forma parte de su cuaderno Ismaelillo, dedicado a su pequeño hijo José Julián:
“(…)
Suavemente la puerta
del cuarto se abre,
y éntranse a él gozosos
luz, risas, aire.
Al par da el sol en mi alma
y en los cristales:
¡Por la puerta se ha entrado
mi diablo ángel!
(…)”
Aquel almanaque que un día le regaló a Celeste su hijo Amado al partir aquel ya viejo pero inolvidable 2013, es la confirmación tácita de que José Martí no solo es el mejor de los nuestros sino que es mucho más que el Héroe Nacional de Cuba; más que el revolucionario y escritor; más que cualquiera de los epítetos con que describen su figura; más que estatuas de bronce o de mármol; más que bustos blancos de concreto o plástico diseminados por doquier y a veces descuidados; más que una cita; más, incluso, que la piedra angular, la única, quizás, que sella cualquier grieta que pueda existir entre cubanas y cubanos. Martí es, sencillamente, resguardo y protección para sus compatriotas, donde quiera que estemos.
Celebremos, pues, cada día, la gran dicha de su nacimiento en esta Isla y la luz perenne de su sabiduría y humanidad.
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