Camino por el microcentro porteño bajo un sol abrasador. El servicio meteorológico lo había anunciado: máximas de 35 grados Celsius y sensación térmica de ¡42! Buenos Aires arde. Como si estuviera deambulando sediento por un desierto, busco dónde pueda haber alguna bebida fresca.
Entre la muchedumbre, al otro lado de una calle angosta llena de tiendas y pequeños restaurantes, justo en la esquina diviso una cola de gente. Creo ver algo ahí; aunque podría ser un espejismo, como en las películas. Solo que mi ilusión óptica no está relacionada con oasis ni palmeras, sino ¡con una guarapera!
Confundí a lo lejos y por unos segundos un kiosco en que venden agua, Coca-Cola y otras gaseosas con nada menos que una guarapera cubana. Obviamente, guarapo no había.
En medio del asfixiante calor en Argentina mi cuerpo pedía aquel líquido, jugo de la caña de azúcar tan familiar en Cuba, aunque los últimos años encontrarlo no sea tan fácil como una vez. Saltaron de mi archivo emocional las muchas guaraperas en que disfruté el preciado zumo con hielo picado.
Nítidamente pasaron como ráfagas las escenas cotidianas cerca de mi escuela primaria, en Holguín, donde merendábamos luego de las clases por solo 20 centavos. Fue a finales de los 80.
Recuerdo a un señor mayor pelando las cañas, mientras el ruido del motor de una maquinaria artesanal, el trapiche, alertaba donde se molía. Las cañas pasaban una y otra vez entre dos ruedas dentadas. Se exprimía al máximo. El chorrito de guarapo caía sobre un colador que filtraba los vestigios de bagazo. Seguía el recorrido hasta un jarro metálico grande lleno de hielo triturado. Al final, el guarapo terminaba servido en una jarra de vidrio para saciar la sed.
El último guarapo lo tomé hace un año, en Viñales, Pinar del Río. Después de caminar kilómetros por el campo y entre los mogotes, fui a dar sorpresivamente a un platanal. Un grupo de campesinos labraba la tierra. Pedí un poco de agua; pero me ofrecieron guarapo. No pudo haber mejor ofrecimiento.
Tenían un trapiche pequeño y rústico en el que molían manualmente la caña. Tomaban el guarapo sin hielo, en una corteza de naranja como envase, y le añadían un chorrito de ron. Era potente aquel brebaje. Fantaseé que a algo parecido debía saber la poción mágica del druida Panoramix.
Por siglos la caña de azúcar fue el diamante de la industria cubana. La planta y su historia han sido parte esencial de la nacionalidad cubana: de los bateyes, trapiches y el ingenio, a los centrales y la transformación industrial; de plantaciones que trabajaron por la fuerza los esclavos, a la ascendencia vertiginosa de una sacarocracia sin par en el mundo. Se vivieron después metas de producción que no llegaron a cumplirse (la “Zafra de los 10 millones”), sueños truncos y el desmantelamiento de la industria. Después, el intento aún infructuoso de recuperarla.
En la crisis de los 90, cuando no había casi nada para comer, Cuba se llenó de guaraperas. Es de las cosas gratas en medio de tanto gris que recuerdo de aquel tiempo.
Con la llegada del nuevo siglo, fue menguando su presencia. Probablemente por efecto de la desactivación del 70 % de los centrales del país. De 156 de esas instalaciones que llegó a haber en toda la isla, en la zafra 2022-2023 solo 20 están en funcionamiento.
En cuanto al estado actual de las guaraperas en Cuba, no se ven muchas pero “aún resisten”, me aseguran.
“Ya no hay tantas como antes. Cerca de mi casa hay una. A cada rato compro, y toda la familia lo disfruta. El dueño es mi vecino, que tiene una finca y él mismo produce la caña y la transporta del campo a la ciudad, porque tiene un tractor. Ahora, por directivas higiénicas, el guarapo se vende en pomos, solo para llevar. El pomo de 1,5 litros vale 40 pesos”, me cuenta mi amigo Redel desde nuestro Holguín natal.
El guarapo no es una bebida más. Cada vez que tomamos ese elixir de la caña, estamos saboreando un poco de nuestra identidad, de la historia que somos; mientras energizamos el cuerpo y refrescamos hasta el alma si estamos bajo el sol.
Mientras tanto, desde Buenos Aires en verano, veo espejismos de guaraperas y sonrío con esos deslices en medio del calor.