Quedan un par de suspiros para que termine diciembre. Como si fuera un ritual, llega la hora de repasar lo que ha sido del año, casi al mismo tiempo de trazar nuevos planes personales y colectivos con miras al futuro.
La mirada sobre los proyectos o deseos es casi siempre optimista y de buenos augurios. Alguna vez cantamos eso de “Feliz navidad/ feliz navidad/ feliz navidad/ próspero año y felicidad”.
El final del 2019 no fue distinto. Mientras preparábamos los festejos e imaginamos el futuro año, llegaban desde la distante Wuhan, en China, noticias de la existencia de la COVID-19, una enfermedad causada por el nuevo coronavirus.
Por entonces era eso, noticias lejanas que al mundo occidental no nos movían un pelo. Nadie podía imaginar, en medio los festejos por el fin de año e incluso con la llegada del 2020, que para millones de personas alrededor del mundo se avecinaba el más nefasto tiempo de sus vidas.
El diminuto virus se expandió por el planeta y en marzo se convirtió en una pandemia. Las rutinas de la inmensa mayoría de las personas en todo el mundo cambiaron. Vimos cómo se nos fueron acumulando duros meses de confinamiento. En nuestros hogares construimos micromundos, donde transcurría sin fronteras ni horarios nuestra vida laboral y personal.
Hacia afuera, la fisonomía del mundo era otra. Los aeropuertos, lugares que nunca duermen, pasaron a ser gigantes salones desiertos. Grandes metrópolis como Nueva York y Roma, siempre saturadas de visitantes y donde el bullicio es casi una banda sonora identitaria, quedaron silenciosas, fantasmales.
La COVID-19 pasó a ser protagonista de absolutamente todos los medios de comunicación, en cualquier parte del mundo, en cualquier lengua. El nuevo virus copó los temas de charlas entre familiares, amigos y hasta desconocidos, que ahora se relacionaban no en una cervecería, en un cumpleaños, un concierto, una fiesta, la escuela, el barrio o el parque, sino conectados a internet por medio de una fría pantalla.
Los rostros también cambiaron. Ahora tendríamos que fijarnos con agudeza, como nunca antes, en los ojos, en la mirada del otro, para descifrar sus estados de ánimo y hasta sentimientos. Ya no bastaba con escuchar los sonidos ni las palabras. Desandar con el rostro semicubierto por máscaras sería la nueva normalidad. Ya no veríamos las sonrisas, sino la estampa impresa que cada uno llevaría en la tela que resguardaba sus vías respiratorias.
Y todo eso a la distancia, sin podernos tocar, abrazar o besar. Mínimo dos metros de separación unos de otros para resguardarnos.
En esencia, la COVID-19 puso al descubierto lo frágil que somos como especie humana. Sensaciones sobrecogedoras y desgarradoras nos invadieron ante el mal desconocido. Ya no era una catástrofe natural o una guerra, a las que desgraciadamente nos hemos acostumbrado, en las que la muerte y sus responsables de alguna forma tienen cara. Ahora es la vulnerabilidad manifiesta frente a un “bicho” casi invisible, que nos paraliza y nos lleva incluso a la muerte.
Termina el 2020 con tantas llagas que duele. Un año que, desde que empezó, queríamos que culminara. Que se esfumara y se llevara con él todo lo feo que nos trajo. Lo más doloroso, los contagios y las muertes.
“La vida es más que menos/ si se descubre a tiempo /que todo lo tremendo /y lo terrible de estos días/ son las venas del recuerdo”, escribió Santiago Feliú en su disco Ay, la vida, el último álbum que grabó antes de su repentina muerte.
Quedará en la memoria toda la catástrofe, porque a la fecha de hoy, ya existe más de una decena de candidatos vacunales para combatir el virus en fase 3, algunas ya han sido aprobadas para uso de emergencia o completamente y se aplican en varios países.
Cuba tiene cuatro candidatos propios. Entre ellos, la denominada Soberana 02, que ya está en fase 2 de los estudios clínicos y se prevé que para mediados del 2021 pueda ser aplicada.
Con las vacunas vemos una luz al final del túnel, aunque como nunca antes sabemos que lo que nos deparará el nuevo año será duro. Solo nos queda cuidarnos como nunca antes. En momentos de tanto dolor, aferrarse a la vida es el más eficaz de los antídotos.