Entre los adornos en la sala del hogar de mis abuelos, había un pequeño cenicero de vidrio en colores. Para mí era un objeto más, pero para ellos era algo preciado. Cuando correteábamos con mis primos por esa zona, se escuchaba siempre la voz de mi abuela alertando: “¡Cuidado con el cenicero, que es cristal de Murano!”
Años después, cuando atravesé el Atlántico, llegué a Murano, cerca de Venecia. Al caminar por su calle principal, aquel sermón de mi abuela se me convertía en un eco multiplicado ante las decenas de tiendas y fábricas que mostraban los más disímiles objetos hechos de cristal. En casi todos esos lugares la advertencia de mi abuela adquiría otro sentido. “No tocar. Si rompe, paga”, rezaban carteles en diferentes idiomas.
Había desembarcado en el lugar de donde había salido aquel preciado cenicero de mi infancia. Y se trata de una isla, en la laguna Venecia, al noreste de Italia, donde hasta hace casi dos siglos estuvo prácticamente desierta. Fue poblada por los artesanos del arte del vidrio, que fueron trasladados desde la gran Venecia, cuando sus vecinos temieron posibles incendios por los grandes hornos. Con el tiempo los vidrieros ganaron fama mundial y abrieron orgullosos sus talleres a los miles de turistas que, desde entonces, llegan cada día y se llevan a sus países algún souvenir de cristal.
Aunque la creación de las piezas de vidrio es para ellos aparentemente sencilla, de tan rutinaria, se trata de una laboriosa coreografía con técnicas que se heredan de generación en generación: el vidrio sale del horno y va a la mesa, de la mesa a las tijeras, nuevamente al horno hasta que alcanza una temperatura sobre los 1500º C y ahí, en estado semilíquido, finalmente se sopla por un delgado tubo para así moldear el trozo de vidrio.
Es tan compleja la actividad que, a pesar de la fama y la buena remuneración económica, solo quedan 45 maestros vidrieros en Murano. Tanto así que para satisfacer la demanda de las codiciadas artesanías y que no muera la tradición entre ellos se organizan para tomarse escalonadamente vacaciones durante el año.
Foto: Kaloian.
O sea, que “no es soplar y hacer botella”, como refiere el famoso refrán, surgido en esta región cuando a principios del siglo XIX los artesanos de la isla de Murano, para exigir un justo pago por sus creaciones, hicieron una huelga durante par de semanas. Los dueños de las fábricas emplearon entonces a personas sin experiencia, a los que les fue imposible realizar la tarea. Es cuando uno de los maestros sopladores soltó ante los patrones: “Entienden, ahora, que no se trata de soplar y crear cristales”.