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Lo primero que aprendí viviendo fuera de Cuba es que la palabra “coño” no viaja bien. En España, por ejemplo, sigue cargada de connotaciones sexuales, vulgares y hasta ofensivas. En la isla, en cambio, se desgastó de tanto uso, perdió la inocencia y hasta la sílaba inicial. Lo nuestro es más diverso: “ñooo” para el calor, “ñooo” para la comida rica, “ñooo” cuando se va o viene la corriente, o cuando llega el pollo a la bodega. ¡Ñooo! para todo.
Por eso no me sorprendió tanto cuando en Miami escuché hablar de una tienda llamada “¡Ñooo, qué barato!” El nombre me pareció casi un trabalenguas. Originalmente el negocio se llamaba Clothing Machine, pero los cubanos de Hialeah lo rebautizaron con la sabiduría popular que ni los diccionarios ni las agencias de marketing logran descifrar. Y claro, el dueño, Serafín Blanco —otro cubano que llegó adolescente a estas tierras—, entendió rápido el mensaje y decidió oficializar la marca. Si el pueblo lo bautiza, ¿quién se atreve a cambiarle el nombre?

Cuando crucé la puerta de “¡Ñooo, qué barato!”, sentí un extraño déjà vu: era como entrar en una de aquellas tiendas de mi natal Holguín, en los años ochenta, con esa mezcla de bodega socialista y almacén de oportunidades. Fundada en 1996, el lugar es un puente entre la nostalgia y la necesidad, un refugio donde cada pasillo con mercancía tiene un guiño a la isla que muchos dejaron atrás.

En un sector encuentras mosquiteros y batas de casa idénticas a las de las abuelas; en otro, las legendarias canastillas para bebés que parecen diseñadas para que nada cambie en cincuenta años. Pero lo que más llama la atención es la sección de uniformes escolares: desde preescolar hasta el preuniversitario, con pañoletas azules y rojas incluidas. Y lo mejor: todas las tallas y, lo que es un sueño húmedo en Cuba: ¡por la libre!



Avanzas un poco más y la cosa se pone surreal: de repente pasas de las vitaminas y cremas antiinflamatorias —escasísimas en Cuba— a una sección de perfumería digna de un centro comercial, más allá un mostrador para los cultos afrocubanos y, sin previo aviso, piezas de repuesto para autos soviéticos. Confieso que ahí fue donde solté la carcajada: ¿a quién más se le ocurre mezclar colonia, santos y un carburador de Lada?



Pero en esa tienda todo tiene sentido. Porque también hay celulares, equipos de música y mercancía moderna. Es un almacén hecho a la medida del cubano: lo que se necesita en la isla, lo que genera nostalgia y lo que, de paso, mantiene el bolsillo a raya.
Al recorrerlo, tuve la sensación de que solo faltaba la libreta de abastecimiento con cupones, aquella que en los años 60, 70 y 80 regulaba lo poco que había para repartir. El resto estaba ahí: los colores, los olores, hasta los carteles pintorescos colgados en las paredes. Uno decía: “¡Se salvaron las gorditas!”, anunciando la llegada de talles grandes. El humor criollo nunca falla.

En la entrada, una imagen de San Lázaro con su manto recibe a los visitantes. No es casual: es uno de los santos más venerados en Cuba, después de la Virgen de la Caridad del Cobre. Y si en las tiendas de la isla todavía abundan los murales con efemérides, consignas y mensajes del sindicato, acá no faltan las equivalencias: en vez de “Patria o muerte”, un flamante cartel anuncia “Patria y vida”. Esa mezcla de fe, política, comercio y picardía cubana resume a la perfección lo que pasa adentro.


No importa si la mercancía viene de China o se fabrica en Miami: lo que cuenta es que funciona como un puente familiar. Quien compra lo hace pensando en alguien al otro lado del mar. Cubanos que visitan Miami, cubanos que emigraron, cubanos que mandan paquetes: todos pasan, tarde o temprano, por este almacén de Hialeah que resuelve.
Yo fui con un objetivo claro: encontrar una bolsa lo suficientemente grande como para que cupiera la bañera de mi futura hija, esa que había comprado a muy buen precio en Miami y quería llevar a Argentina. Después de varias gestiones por toda la ciudad, un amigo me dijo: “Eso solo lo encuentras en ¡Ñooo, qué barato!”. Y tenía razón. Allí estaba, una de esas bolsas que los cubanos bautizamos como “gusanos”, capaces de contener lo mucho que siempre cargamos en cualquier latitud.







Y ñooo, lo encontré. La dependienta —obviamente cubana— me ayudó a escoger el modelo adecuado y hasta me dio una cátedra exprés: cuánto peso resistía el bolso, qué aerolíneas permitían llevar ese tamaño y qué se podía o no se podía entrar en Cuba. Me dio toda la información aun sabiendo que mi destino no era la isla, sino el cono sur. Y, claro, no se pudo aguantar y me preguntó para qué demonios llevaba yo una bañera a Argentina, “si la cosa allá estaba tan dura como en Cuba”. Siempre el chisme jocoso. Pero igual me lo explicó con la misma dedicación. Una verdadera y empática profesional del comercio.
¡Ñooo, qué barato! excede el imaginario de un shopping en Miami: es un pedazo de Cuba reensamblado en el corazón de la diáspora cubana en Estados Unidos. Un recordatorio de que la identidad también se construye con palabras —como ese “ñooo” que lo mismo sirve para celebrar que para lamentar— y con tiendas que, entre santos, uniformes escolares y perfumes baratos, te hacen sentir que nunca te fuiste del todo.
Y sí, al pagar, en la caja, lo único que pude decir fue: “Ñooo, qué barato”.











