La nostalgia viaja con nosotros a dondequiera que vayamos. Aparece cuando menos lo imaginamos, sea si emigramos y no regresemos al puerto que una vez nos vio partir o, por el contrario, si quedamos anclados en el sitio donde por azares de la suerte, un día nacimos. Pero no se manifiesta como simple melancolía y añoranza por lo que fue, sino que es una riqueza emocional. Más que pasado es presente.
A mis 42 años, he vivido ya más tiempo fuera de Holguín, ciudad en la que nací, crecí y desde la que un día, con 20 años, alcé vuelo hacia otros destinos.
A mi querido terruño regreso con frecuencia, y quizá porque el tiempo nos ha distanciado sin que haya podido evitarlo, durante mis últimas visitas caminé por la Ciudad de los Parques y tomé fotografías. Lo hice con nostalgia, pero “nostalgia de la buena”.
Ocurrió sin que me diera cuenta; no reparé en ellos hasta días después, de regreso en Argentina (donde vivo desde hace más de una década). Al revisar las imágenes captadas, descubrí que había un prisma de añoranza por momentos, gente, lugares o situaciones del pasado.
Las mismas situaciones, lugares y gente que, mientras viví en Holguín, me eran familiares, parte de lo cotidiano y no habría pensado nunca en fotografiar, esta vez absorbieron mi atención.
Holguín es un vasto almacén de recuerdos en mi vida. Persisten en mí huellas imborrables, como la casa en el número 191 de la calle Agramonte, donde crecí. El poste eléctrico de la cuadra, resistiendo el paso del tiempo y levantando cables entrelazados, sigue siendo para mí la base para jugar a los escondidos.
Puedo visualizarme sumergido en la piscina de mi escuela primaria, aunque ahora esté seca y casi abandonada; en una joven pareja cómplice sonriendo; en un grupo de niños jugando a la pelota en el parque San José; o al atravesar en la madrugada el parque Calixto García vacío y desolado, imaginarlo lleno, un sábado en la noche, cuando solía encontrarme allí con mis amigos.
Siento gran familiaridad al cruzarme con personajes icónicos de la ciudad que, a pesar de que no me conozcan, me inspiran, como a la mayoría de los holguineros, una sensación de cercanía: María de los Ángeles, bibliotecaria y fundadora de la Biblioteca Provincial Alex Urquiola hace más de sesenta años, y encargada de la Sala de Arte que yo solía visitar en mi adolescencia; el relojero de la calle Maceo, siempre con su tabaco; el vendedor de maní con sus llamativas combinaciones de colores y su pregón “Cambio maní por money”; o el cartero que cada mañana reparte en su bicicleta el periódico en el barrio.
La nostalgia de la buena nunca es amarga y actúa como un puente entre el pasado y el presente. Me permite mantener un sentido de continuidad, al recordarme quién fui y quién soy ahora.