Cuando se rememoran buenos momentos, los parques suelen ser escenarios recurrentes. Con su ambiente sereno y acogedor, tienen el poder de remitir a recuerdos entrañables y conectarnos con nuestra historia personal. En Holguín, conocida como la Ciudad de los Parques, hay uno en particular, el Parque San José, que es más que un simple espacio público, si es que tal cosa existe. El San José ha sido escenario de pasajes memorables tanto en mi vida como en la de generaciones enteras.
Oficialmente se llama Parque Céspedes, pero para los holguineros es simplemente el Parque San José. En mi familia cuentan que, cuando tenía unos 3 años, pedía con insistencia ir al “paquemío”. Con ello, quería decir “parque mío”. Era el San José adonde quería ir, aquel era el lugar que solían escoger mis padres para llevarme a jugar.
Mucho antes de que naciera yo y nacieran mis padres, allí se levantó el Tercer Asiento de la Ciudad de Holguín, en 1752. Ese mismo siglo los franciscanos erigieron una ermita y bautizaron el sitio como San Francisco. Más tarde, en 1809, se construyó la Iglesia de San José y cambió así el nombre de la plaza. Durante las décadas siguientes se convirtió en un punto popular debido a los mercados que se organizaban allí entre 1838 y 1848. En 1898 el nombre fue modificado de nuevo, esta vez para llamarse Parque Céspedes, en honor a Carlos Manuel Céspedes, cuya escultura se erigió en una de las esquinas en 1981.
A simple vista llama la atención su piso, compuesto por baldosas de barro de tonos terracota. Frondosos árboles y jardines y la mencionada iglesia (única en la ciudad ubicada dentro de un parque) completan el perfil del sitio, junto al monumento de Céspedes y otro dedicado a los patriotas fusilados en las guerras de independencia de Cuba, conocido como “El angelote”.
Entre los cinco parques que se despliegan a lo largo de las calles Libertad y Maceo, el San José no es el más concurrido. Parece ser escogido por los propios habitantes de la ciudad como el lugar ideal para buscar tranquilidad.
No es solo un punto emblemático de la ciudad, sino que además exhibe una cualidad arquitectónica que lo convierte en un genuino personaje del paisaje urbano; testigo silente de incontables alegrías y desdichas a lo largo del tiempo.
Recuerdo los paseos de la mano de mis padres, atravesando el parque de punta a punta durante la semana, camino al círculo infantil o de regreso a casa. Sé exactamente cuál fue el banco donde tuve mi primera cita en la adolescencia. También recuerdo las noches de apagón del Período Especial, cuando íbamos un grupo de amigos a sentarnos en torno a “El angelote” a conversar y matar el tiempo y el calor. Uno de sus jardines guarda, nada menos, cenizas de mi padre, según su última voluntad.
En el mundo somos afortunados quienes hayamos tenido o tengamos un “paquemío”, ese tesoro de memoria colectiva y diversa: desde los juegos de niños hasta los nostálgicos suspiros de los ancianos.