El auto frena su marcha ante la señal de la potencial pasajera. “¿Por San Lázaro, chófe?”, pregunta una muchacha en la avenida 23, próximo a la esquina M, en el Vedado habanero. La máquina es una de las bautizadas hace mucho como almendrones. “Son 100 pesos hasta Prado”, suelta con total liviandad el conductor, el “botero”. Ella se encoge de hombros en ademán de resignación y monta.
Yo estaba en el mismo sitio, con el mismo objetivo: llegar a La Habana vieja. Pero decidí no abordar el vehículo. Me sentí descolocado al escuchar el valor del pasaje. Pertenezco a la era del tramo en almendrón a 10 pesos. Hace menos de una semana estoy en Cuba y aún me encuentro perdido ante la estrepitosa subida del precio de bienes y servicios en el país. Así que, como no llevaba prisa, comencé a caminar en dirección a San Lázaro. A fin de cuentas, tenía todo el tiempo del mundo.
Una vez en la vía, caminé y caminé mientras tomaba fotos. Un par de horas después, había recorrido las 21 cuadras que componen la calle y, a no ser por el calor, no me habría dado cuenta.
Las incontables veces que he desandando San Lázaro fueron siempre en medio de ajetreo. En las idas y vueltas de lo cotidiano, San Lázaro era tan solo un lugar de paso.
Nunca atendí al detalle, por ejemplo, de que la avenida pasa por tres municipios de la capital cubana. Parte de Plaza de la Revolución, a los pies de la escalinata de la Universidad de La Habana, en la plazoleta que resguardan las cenizas de Mella; cruza la avenida Infanta, donde está el parque de Los Mártires; bordea Centro Habana, paralela al Malecón y llega a coquetear con La Habana Vieja, en el Castillo de San Salvador de la Punta, en el comienzo del Paseo del Prado y frente al monumento dedicado a los estudiantes de medicina fusilados en 1871.
En la medida en que se recorre, San Lázaro tiene la peculiaridad de ir cambiando su fisonomía. Unas primeras cuadras con árboles; luego se despeja el paisaje y de un lado el Parque Antonio Maceo, con la estatua ecuestre del Titán de Bronce y, frente, la magnificencia de un gigante centinela como el hospital Hermanos Ameijeiras, uno de los más altos de la capital. Y al lado, vecina, como perdida, la iglesia La Inmaculada.
La arquitectura de la calle es un viaje en el tiempo. Transitamos del siglo XVIII al XIX, cuando comenzó a poblarse la zona, y terminamos el XX. Es imponente el paisaje urbano de esta parte de La Habana, gran parte del cual hoy está sumido en ruinas.
A lo largo de la historia la avenida ha tenido varios nombres. San Lázaro le viene por el leprosorio inaugurado en 1746 en las inmediaciones de lo que hoy es el Parque Maceo. Sin embargo, oficialmente le pusieron calle Ancha del Norte. También popularmente le decían El Basurero. En 1905 pasó a llamarse Avenida de Maceo por acuerdo del Ayuntamiento de La Habana. Pero el nombre le duró poco; en menos de un lustro la rebautizaron Avenida de la República.
Emilio Roig de Leuchsenring, primer Historiador de la Ciudad, llamó la atención ante las autoridades para que recobrara su nombre tradicional y más conocido.
Podría decirse que la calle San Lázaro nació concurrida. Muy cerca se fundó en 1806 el cementerio de Espada, el primero de La Habana. De ese modo por muchos años desfilaron por esa calle cortejos fúnebres desde los más humildes hasta los más pomposos.
También fue un lugar de esparcimiento muy popular. En la costa, antes de construirse el malecón, había toda una infraestructura para veranear, con las instalaciones conocidas como La Punta, del Recreo y de la Beneficencia. Le llamaban baños de mar.
Con el desarrollo y ampliación de la ciudad, San Lázaro fue ganando en importancia. La actividad comercial y de servicios animó la zona de edificios familiares art déco. Los establecimientos comerciales estaban concentrados entre las calles Belascoaín y Galiano. Se armó del mismo modo una red de tiendas, sobre todo de ropa de alta costura, como El Encanto, y hoteles en varias manzanas que iban desde la propia San Lázaro hasta la calle Neptuno.
El arquitecto Miguel Coyula, en una artículo titulado “Centro Habana, al margen del centro”, explica el auge y decadencia de esta zona, que tiene en San Lázaro una de sus principales arterias:
Durante la primera mitad del siglo XX Centro Habana se convirtió en el gran centro comercial de toda la ciudad, con grandes tiendas por departamentos a la manera estadounidense que sustituyeron las pequeñas tiendas a la europea del antiguo recinto amurallado. Las calzadas, con soportales de doble altura para los peatones, fueron los principales ejes de expansión de la ciudad extramuros. Ellas conformaron un sistema de centros lineales que a la vez separaban y unían sectores donde predominaba la vivienda, aunque con una rica mezcla de funciones y capas sociales, que iban desde la vivienda de alquiler para una ubicua clase media baja hasta la infravivienda para obreros y marginales —ciudadelas y cuarterías— enmascaradas tras fachadas clásicas. En los sectores delimitados por las calzadas la esquina tenía el doble papel de ofrecer servicios diarios y lugar de encuentro para los vecinos de la cuadra. El Malecón fue el portal de Centro Habana, supliendo la carencia de verde que la convertía en una isla de calor. Esa centralidad ha sido muy golpeada por la escasez de ofertas, el deterioro físico y moral, la pérdida de funciones, la conversión improvisada de tiendas en caricaturas de viviendas, y las distorsiones generalizadas que han empobrecido la imagen urbana.
En estas fotos, los matices que encontré en mi caminata por la conocida avenida habanera. De cierta forma, es un tránsito por un pedacito de Cuba de la mano del propio santo milagroso; también conocido como Babalú Ayé, figura religiosa más venerada en Cuba después de la Virgen de la Caridad del Cobre. Al beato que camina en muletas con sus heridas y sus perros, cubanas y cubanos le hacen las más disímiles promesas y lo invocaban para pedirle salud. Y milagros, claro. Muchos milagros, como los que se añoran por esta calle.