Mi patria intangible tiene forma de cámara. Es el vehículo de mi mirada fotográfica, que va de lo personal a lo colectivo, y que expongo movido por una necesidad de contar historias de la gente y las circunstancias con que convivo a diario.
No fue siempre así. Fotográficamente hablando, nací con 19 años, cuando a mi casa en Holguín llegó un amigo de la familia acompañado de un grupo de habaneros para pernoctar y seguir viaje hacia Las cuchillas del río Toa, en el Parque Nacional Alejandro de Humboldt.
Su invitación a sumarme al periplo transformaría mi vida.
Comencé a viajar por Cuba y a meterme entre la diversidad de quienes habitan la Isla. Para guardar registro de esas aventuras, me compré una cámara soviética Zenit (analógica, de 35 mm) por 7 CUC, mis ahorros de un par de meses habiendo pasado el Servicio Militar Obligatorio. Apenas afloraba la fotografía digital.
Hasta ese verano del año 2000, yo era un cubano joven de asfalto, contento, con una vida placentera entre música, libros, amigos y familia. Y sin darme cuenta fui dejando de hacer fotos estrictamente para el recuerdo, esas donde yo era el protagonista del cuadro, y los fotogramas empezaron a llenarse con las personas, las historias y los lugares que conocía.
Fue un viaje de ida. Mis imágenes pasaron a cobrar sentido cuando los demás se apropiaban de ellas y el fotoperiodismo se me reveló como mi gran vocación, antes inimaginada.
La fotografía ha ido moldeando gran parte de mi personalidad. Soy las fotografías que hago. Mi mirada es mi alma, con pros y contras. Podría mentir o disimular en otras cosas, esconder mis mezquindades como ser humano, pero no en la fotografía. Ahí estoy desnudo, poniéndole el cuerpo a lo que defiendo, lo que me duele, lo que amo, lo que me toca… lo que miro y veo.
Eso es lo que a partir de esta primera entrega propongo compartir fotográficamente “Por el camino”, en primera persona.