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El poblado costero de Santa Fe, en el oeste de La Habana, fue el puerto donde anclé cuando fui a vivir a la capital a principios de este siglo. No lo elegí: era simplemente donde tenía cobija.
Aquel apartamentico en la entrada del pueblo había sido de mis tías Alicia y Vicky, las primeras en alzar el vuelo desde nuestro Holguín natal. Después, a finales de los 90, lo heredó mi hermano, y finalmente, terminé yo allí, con los mismos muebles testigos del paso familiar. Es decir, Santa Fe se fue metiendo en mi historia mucho antes de que yo supiera que un día sería mi hogar.

El pueblo tiene una historia que parece sacada de un relato contado al atardecer, con olor a sal y carbón. A fines del siglo XVIII un caserío fue levantado por manos humildes: pescadores, carboneros y trabajadores de cantera. No estaba aún junto al mar, sino unos kilómetros tierra adentro, en una zona que formaba parte del antiguo feudo de la familia Taoro. Aquel primer asentamiento se llamó Santa Ana, en honor a una mujer negra conocida por sus dotes curativas, una especie de sanadora local a la que todos acudían.

Pero el fuego, dos veces, arrasó con todo. Primero en 1903, luego en 1908. El caserío quedó reducido a cenizas. Los pocos habitantes que quedaban fueron a pedirle tierras a Doña Concepción García, viuda de Ledón y dueña de la finca Taoro. Ella, considerando esas tierras junto al mar como áridas e improductivas, accedió sin reparo. Así nació el nuevo poblado, ya al filo de la costa, con la vista abierta al horizonte.

Cuenta la leyenda que, en una noche festiva, entre décimas improvisadas y aguardiente, alguien propuso el nombre que lo bautizó para siempre: Santa Fe. Una estrofa decía: “Se ha quemado la segunda playita de Santa Ana que se fue… y los vecinos actuando de buena fe queremos cambiarle el nombre por el de Santa Fe”.
Después vinieron tiempos de esplendor. A partir de 1945, el lugar se llenó de casas veraniegas construidas por familias de la mediana y pequeña burguesía habanera. Aquellos que podían escapar del asfalto y el ruido, encontraban aquí un remanso de paz, con matinés en los clubes, bailes, juegos en un casino y actividades náuticas. Santa Fe se convirtió en un poblado con vida propia.
Pero un día llegó el declive. El pueblo fue envejeciendo, sus clubes se apagaron, las fachadas se despintaron y las fiestas fueron haciéndose menos frecuentes.

Cuando llegué, muchas décadas después, quedaban apenas los ecos de ese pasado. Aun así, me tocó vivir en uno de esos edificios de los años 50, justo al lado del antiguo club social, a pasos del mar. Desde mi ventana tenía la vista más linda que jamás haya disfrutado.

Vivir en Santa Fe tiene esa rareza de estar, a la vez, cerca y lejos del epicentro de la ciudad. Está apenas a una decena de kilómetros del Malecón habanero, o del Coppelia del Vedado. Pero en términos reales —con la tragedia del transporte público cubano— es casi como vivir en otra provincia. Hay días en que uno se siente aislado, y otros en que esa distancia se convierte en un alivio.
Santa Fe es pueblo, con todo lo que implica: la parsimonia, la vecindad, el ritmo propio, el saludo obligado, el mismo perro durmiendo en la acera cada mañana. Al mismo tiempo, vivir allí exige un cruce diario hacia otra dimensión: La Habana, la gran urbe. Esa rutina de ir y venir entre dos mundos siempre me pareció fascinante.

Y está el mar. El mismo que lame los muros de La Habana Vieja, que se enfurece contra el muro del Malecón, que abraza la costa de Miramar. Pero visto desde Santa Fe, ese mar es otro. Más cercano, más íntimo, más nuestro. Sin el rugido de la ciudad.
Santa Fe, con sus calles tranquilas y sus historias olvidadas, es también un lugar de retorno. Quien ha vivido allí, aunque sea un tiempo, siempre vuelve con la memoria.