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¿Dónde empieza a contarse lo que vivimos en el segundo —y también en el primero— de los conciertos de Silvio Rodríguez en Buenos Aires? ¿Por dónde se digiere la epopeya (porque no fue otra cosa)? ¿Cómo catalogar la noche quizás más difícil y, a la vez, la más amorosa en más de medio siglo de escenarios del hijo de Argelia y Dagoberto?
Quizás lo mejor sea comenzar por el final. Por esa foto que no alcancé a tomar: la de Silvio, tras los últimos acordes de “Unicornio”, levantando su guitarra con ambas manos como si alzara un trofeo colectivo. La voz quebrada y acatarrada, los aplausos desbordados, un “¡gracias, Silvio!” multiplicado en las quince mil gargantas del Movistar Arena. Esa imagen —que se me escapó entre el asombro y las lágrimas— resume algo más grande que la música: el amor compartido.
O, tal vez, intentaría —para no olvidarlo— tatuarme en el alma el cierre con “Solo el amor”. Una canción fuera del repertorio ensayado durante semanas en La Habana, convertida en el gesto más simbólico de la noche y en un agradecimiento explícito a su público. Porque solo por amor puede explicarse lo sucedido de este lado del Río de la Plata. No hay otra manera.
Hubo, sin embargo, otro gesto —entre muchos— que lo dijo todo, o casi todo (que no es lo mismo, pero es igual). Esa foto sí la tomé. Sucedió al despedirse en ambos conciertos. Silvio llevó su mano al pecho, cerquita del corazón, sonrió con ternura y se quedó unos segundos contemplando al público, como si no fuera él mismo el causante de tanta emoción. Como si allí, en ese instante, se encontrara ante una presencia mayor que su propia figura.
Bajé la cámara y me uní al aplauso: enorme, profundo, unánime. No fui el único. A un costado del escenario, los músicos también aplaudían, algunos con lágrimas en los ojos. Más atrás, un grupo de obreros —hombres rudos con cascos que esperan el final del concierto para desmontar toda la escenografía— también aplaudían y lloraban. Esa escena, aunque sin luz artificial para tomar la foto, brillaba con toda la humanidad que se respiró esa noche.

¿Qué había sucedido, más allá de las canciones? ¿Qué se había encendido en ese recinto repleto, donde el trovador cubano volvió a encontrarse con un público que lo sigue desde hace más de cuatro décadas?
Silvio salió al escenario engripado. Una virosis lo había asaltado días antes, dejándole dolores musculares, congestión y la voz afectada. En el primer concierto, con un timbre nasal evidente, pidió disculpas y enseguida bromeó: “Bueno, de todas formas, nunca he tenido una voz del otro mundo”.

Las risas y los aplausos despejaron cualquier preocupación.
Aun con molestias, esa primera noche completó más de dos horas de concierto. A guitarra limpia, después de veinticuatro canciones, regaló “Rabo de nube” e “Historia de las sillas”.
Descansó todo el día siguiente, pero la gripe no dio tregua. Aun así, volvió al escenario. Apenas transcurridos los primeros minutos del segundo concierto, era evidente que la garganta no le respondía. Tras leer el fragmento de “Maestros ambulantes”, de José Martí, y cantar “Alas de colibrí”, dejó oír, con sinceridad y sin disimulo, su vulnerabilidad: “Como notarán, hoy estoy peor que ayer… así que los invito a que cantemos juntos”.

Y el milagro ocurrió. Desde entonces, una ternura colectiva sobrevoló el estadio y ya no se fue hasta el final, cuando bajó el telón.
Con “Sueño con serpientes”, el segundo tema de la noche, comenzó a tejerse una complicidad inusitada entre el público, el trovador y la banda. La gente guardaba silencio, no pedía canciones, como suele ocurrir.
Y cuando los agudos le exigían más de la cuenta a Silvio, miles de voces afinadas, en un tono más bajo para no opacar, se alzaban para acompañarlo. Era un abrazo sonoro, una red de amor sosteniendo al hombre que tantas veces nos sostuvo con sus canciones.
Una perlita de la noche, entre tantas. En un momento dado, durante una pausa entre canción y canción, se escucharon al fondo del público unos cánticos de protesta contra Milei. Silvio, desde el escenario, percibía la algarabía pero no alcanzaba a descifrar de qué se trataba. Por el tono, intuyó que —como era probable— algunos podían pensar que las quejas tenían que ver con el estado de su voz. Entonces volvió a disculparse y, con su habitual sencillez, dijo: “Si alguien está disconforme, yo mismo me comprometo a devolverle el dinero de las entradas”. En ese instante, todo el Movistar Arena respondió con un rotundo y unánime “¡nooo!”, seguido de un aplauso largo, cálido y amoroso, que terminó por abrazarlo desde cada rincón del recinto.

Así transcurrieron las más de dos horas de concierto: al borde del quiebre, pero sostenidas por la emoción. Silvio, amoroso, no se rindió.
Casi al terminar, cuando salió del escenario por primera vez y ya todos creíamos que no volvería, preguntó a la producción cuánto había durado el recital. “Dos horas”, le respondieron. Entonces volvió a salir. Solo. Guitarra en mano. Regaló un par de canciones más. Claro, en los otros conciertos había pasado de las dos horas, compartido cuatro o cinco bises, y esta noche ni la disfonía ni el maldito catarro impedirían que el público argentino se quedara con menos.
Más tarde conversaba con Emilio Vega —vibrafonista, compositor y productor cubano que acompaña a Silvio desde comienzos de los noventa, cuando integraba el grupo Diákara—. No salía de su asombro. Me confesó que en toda su carrera jamás había presenciado algo igual: un artista que, con la voz casi rota, decide salir a escena y enfrentarse al público sin esconderse, sostenido únicamente por su obra —que ya es mucho— y por el respaldo contundente del cariño de la gente. “Lo que acabamos de vivir es único. Esto no lo hace cualquiera. Hay que tenerlos bien puestos. Anótalo: es histórico”, me decía.
El repertorio del concierto recorrió su obra clásica y reciente. “Eva”, “Quién fuera”, “El necio”, junto a temas de su disco más reciente, Quería saber, “Para no botar el sofá” y “Nuestro después”. Y, fiel a su costumbre, incluyó canciones fuera de programa, guiado por la inspiración del momento y la complicidad con el público.

“Eso fue tremendo, un gran gesto de agradecimiento. Se levantó sobre la indisposición y la gente demostró que le importa poco lo que sea que le predisponga; los sentimientos son suficientes. Al final, acabó acompañando al público, necesitándolo”, me dijo un amigo al terminar el concierto.
Esa comunión, sin embargo, tiene raíces profundas. La relación entre Silvio y la Argentina cumple ya más de cuarenta años. En abril de 1984, junto a Pablo Milanés, protagonizó una gira histórica: veintiún conciertos en plena recuperación democrática, cuando sus canciones recién volvían a sonar tras haber sido prohibidas por la dictadura. En Mendoza, fue tal la multitud que cientos quedaron afuera del teatro. Silvio detuvo el recital y pidió que abrieran las puertas para que todos pudieran escuchar.
Desde entonces ha regresado en numerosas ocasiones. La última, en 2018, fue ante cien mil personas en un concierto gratuito en Avellaneda. El público argentino no olvida: ni su obra, ni su entrega, ni su coherencia, ni su generosidad.
Lo que vimos en el Movistar Arena fue algo más que un recital: fue un acto de reciprocidad. Silvio, enfermo y agotado, cantó hasta el límite. El público, consciente de ello, respondió con respeto, con silencio cuando era necesario y con canto cuando hacía falta. Hubo emoción, ternura, admiración. Al final, un coro lo despidió con gritos de “¡Gracias, Silvio!”, “¡Te queremos!”, “¡Olé, olé, Silvio, Silvio!”.

La gripe quedará como anécdota. Lo que realmente perdura es el impacto de sus canciones, la fuerza de su entrega y el amor de un pueblo que lo siente suyo. La prensa también lo entendió así.
El diario Clarín publicó:
“A lo largo de más de dos horas Silvio repasó clásicos, presentó temas nuevos y lidió con una afección en la garganta que no opacó su talento ni su entrega. Y esto hay que decirlo: si incluso le quitáramos al show su peso simbólico y socio-político, si no interpretara ninguno de sus clásicos, si no se conectara con su público de la manera en que lo hace, este sería igualmente uno de los mejores conciertos escuchados en Buenos Aires en lo que va del año”.
La Nación señaló:
“Difícil describir lo vivido, y que quien no estuvo entienda la mezcla de emociones”.
Y Página/12 destacó:
“Cada canción resonó en clave de época, con una voz atemporal, invencible y eterna.”
Otros medios hablaron de “la magia cada vez más escasa de la música en estado puro” y de que “contra la fuerza de la poesía y las melodías perfectas no puede ninguna gripe: solo Silvio es capaz de, en esas condiciones, hacer vibrar un recinto repleto”.
Las redes se llenaron de testimonios. Algunos decían:
“Hay que abrazarlo hasta la eternidad. Con voz rasgada y amada por el tiempo, ya lo ha dado todo. Solo queda darle gratitud eterna”.
“Estoy afónica de tanto gritarle gracias y te quiero”.
“Mi hermano, que no es fan y me acompañó al concierto, lloraba. Decía que lo que vio era una lección de compromiso. Hasta ayer Silvio era mi ídolo. Hoy es mi héroe”.
“Después del show de anoche siento que es un ser sobrenatural. Amor eterno a nuestro Silvito amado”.
“Qué maravilla de recital. Qué lección de vida y de humildad”.

El virtuosismo de los músicos que lo acompañan fue parte esencial de la velada: Trovarroco —Rachid López y Maikel Elizarde—, Niurka González en flauta y clarinete, Jorge Aragón al piano, Emilio Vega en vibráfono, Jorge Reyes en contrabajo, Oliver Valdés en batería y Malva Rodríguez en voces y piano. Ellos también resistieron la tensión de esas noches intensas, sosteniendo con oficio y cariño cada acorde, cada respiración.
Al pie del escenario, cuando el trovador cerró con “Solo el amor”, todos se fundieron en un aplauso emocionado. Porque esa canción resume todo lo que pasó: perseverancia, ternura, gratitud.
Y vaya maravilla lo sucedido en esta parada argentina de la gira de Silvio por Latinoamérica. No importó la disfonía, ni el cansancio, ni el cuerpo enfermo. Importó la voluntad, la entrega, la humildad de un artista que sigue cantando como si cada concierto fuera el último.
Silvio pudo haber optado por suspender el espectáculo, por el silencio o por dejar que el público hiciera el trabajo. Pudo haberse victimizado. Pero entonces ni hubiera sido Silvio, ni la pluma de todas esas canciones que nos arman en este mundo roto.
Por eso eligió cantar, arriesgar, exponerse. Lo hizo con la humanidad al desnudo, sostenido por el amor de su gente. Lo que ocurrió no fue simplemente un concierto: fue una curación mutua.

No por azar comenzó citando a José Martí y terminó con una canción inspirada en él. Entre ambos extremos, todo fue coherente: la poesía, el compromiso, la vulnerabilidad, el amor. Solo el amor engendra la maravilla.
Aún queda un concierto pendiente en Argentina, el próximo 21 de octubre, después de las presentaciones en Uruguay los días 17 y 18, a donde el trovador debe llegar ya bastante recuperado tras unos días de descanso.
Cuarenta años después de aquella primera vez, Silvio volvió a abrazar al público argentino y viceversa, imponiéndose al dolor y a la voz rota con la misma convicción de siempre: la canción sigue siendo necesaria y sanadora.

Hermoso lo que acabas de contar, mas allá de tus maravillosas fotos.
Solo el amor engendra lo que perdura !
Ovación.
Excelente comentario. Gracias por acercarnos a quienes no estuvimos allí