En la esquina de Calzada y D, en El Vedado, la fachada del Teatro Auditórium Amadeo Roldán evoca una sinfonía triste. La contemplo en un paisaje desolador, y parece que sus muros resonaran a los compases del Cuarteto Opus 131 de Beethoven, obra desconsolada de la música clásica que escuché, años atrás, interpretada por la Sinfónica Nacional de Cuba en uno de esos domingos de tertulia que parecían eternos.
Alguna vez grandioso, el teatro sigue en pie, rodeado de escombros, cercado y medio cubierto por la maleza. La estructura, imponente a pesar de los años de deterioro, lleva consigo un eco sordo de sus mejores días, sosteniendo a duras penas el peso de su historia.
Fue un sitio de gloria para la música cubana, un escenario que además vio desfilar a figuras de fama mundial. Ahora una maraña de arbustos, enredaderas y árboles crecen sobre la salida principal.
Por esas escaleras vi bajar una noche de enero de 2009 a Gabriel García Márquez, eufórico tras un concierto inolvidable de Hernán López-Nussa. Aquella velada tuvo invitados de lujo como Pancho Terry, el “Rey del Chekeré”; Changuito, leyenda de Los Van Van; y Omara Portuondo, la gran dama del feeling cubano.
Decido cruzar la calle y acercarme más. A través de un vidrio roto y lleno de polvo intento mirar hacia adentro. En mi mente se agolpan recuerdos de algunos de los mejores conciertos que disfruté en este mismo lugar. Flashes de otro tiempo, de una Habana que parece haberse desvanecido como este edificio.
La soprano lírica María Teresa García Montes de Giberga, fundadora de Pro Arte Musical, fue quien impulsó la construcción de un teatro en esta esquina. En agosto de 1927 se colocó la primera piedra, y el 22 de noviembre de 1928, día de Santa Cecilia, patrona de la música, monseñor Manuel Arteaga bendijo la obra finalizada. El Club Rotario de La Habana le otorgó el Primer Premio en el Concurso de Fachadas.
En diciembre del mismo año, el Teatro Auditórium, como fue bautizado, abrió sus puertas con un programa que incluyó a la Orquesta Sinfónica de La Habana, dirigida por Gonzalo Roig.
Originalmente, la instalación contaba con tres pisos, con capacidad para 2.500 espectadores. Amplios camerinos, salones de ensayo, e incluso una sala de conferencias y una biblioteca lo convertían en un centro cultural de vanguardia. Su acústica, considerada de las mejores del mundo, era motivo de orgullo para Cuba.
Con la llegada de la Revolución, el teatro fue rebautizado como Auditórium Amadeo Roldán, en honor al destacado compositor cubano. En 1977 un incendio casi lo sepulta en cenizas. La restauración tomó 22 largos años, y no sería hasta abril de 1999 que reabriría sus puertas.
En esa remodelación, la sala principal fue reconstruida con 886 butacas y se convirtió en la sede de la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba. En el último piso se creó otra sala, más pequeña, llamada Alejandro García Caturla, con una capacidad para 276 espectadores. Ambas fueron dotadas de tecnología de alta calidad en sonido, iluminación y climatización, adecuándose a los estándares más modernos.
Sin embargo, al parecer la restauración de dos décadas no resolvió todos los problemas estructurales. En 2010, apenas once años después de su reapertura, el deterioro en baños y techos obligó al cierre del teatro. El último en pisar el escenario fue el pianista Chucho Valdés.
Han pasado catorce años desde aquel cierre, y el teatro sigue sumido en el abandono. En febrero de 2020 medios de prensa anunciaron con optimismo las palabras del ministro de Cultura, Alpidio Alonso: “Renacerá otra vez el teatro Amadeo Roldán”.
El teatro “recuperaría su total esplendor, encendería sus luces y resonarían sus instrumentos” en el primer trimestre de 2022.
Es 2024 y la esquina de Calzada y D permanece desolada. El Auditórium Amadeo Roldán, entre escombros, arbustos y fantasmas, yace en el silencio.