En mis tiempos en La Universidad de La Habana, como toda persona que haya estudiado en esa casa de altos estudios, era asiduo visitante de Coppelia. Una tarde, en una de las canchas de la proclamada Catedral del Helado, divisé un cartel que rezaba: “Exija que sus bolas sean redondas. ADMON”.
Al parecer una bola, que en geometría —esa parte de la matemática, la más exacta de las ciencias— se define como un cuerpo esférico de cualquier materia… en esta heladería no lo era. Luego, cuando me sirvieron tres bolas huecas, entendí la alerta del cartel. El faltante de cada ración era desviado al mercado ilegal.
Recientemente, en medio de todo lo referido a la denominada “tarea de ordenamiento económico”, Coppelia volvió a ser noticia. De momento, la heladería más famosa de Cuba fue protagonista de memes y un torrencial de quejas, debido al subidón de precios de las siempre muy solicitadas bolas de helado.
Que se convierta en noticia no sorprende porque, para ser justos, como la novela de turno, la célebre heladería ha estado (para bien o mal) en boca de cubanas y cubanos por generaciones.
Esta vez parecía aquella popular canción: “Yo tengo una bolita/ que me sube/ y que me baja/ ay, que me sube/ ay, que me baja...” . Todo transcurrió entre un paso para adelante de las autoridades, al informar el nuevo arancel y, luego, ante las insatisfacciones a vox populi y en redes sociales, uno para atrás para reexaminar y dictaminar importes más bajos a los que dispararon el grito de la población.
La heladería Coppelia se inauguró a mediados de los años sesenta del siglo pasado. Según revela una placa en el lugar, la idea fue del Comandante Fidel Castro y Celia Sánchez quien, además, escogió el nombre en alusión al ballet clásico.
La realización del proyecto arquitectónico estuvo a cargo del arquitecto cubano Mario Girona. El resultado de la obra fue una moderna y hermosa instalación, con salones circulares construidos de hormigón armado, terrazas espaciadas, jardines arbolados y arterias que intercomunican las diferentes vías de acceso del complejo, que copa toda una manzana.
Así, el 4 de junio de 1966, en el mismo corazón de La Habana, con capacidad para atender a 1000 comensales en simultáneo y una oferta de 26 sabores, abrió sus puertas Coppelia, una de las heladerías más grandes del mundo.
El lugar trascendió el ámbito gastronómico y se convirtió en epicentro sociocultural del país. Fue —y es en alguna medida— una salida clásica familiar de fines de semana; el lugar de encuentro para los amigos; la cita ahorrativa e ideal de una pareja de enamorados y una parada ineludible para turistas nacionales y extranjeros.
Con la llegada del periodo especial, la variedad de sabores y su calidad menguaron. Desde entonces y hasta hoy, los tiempos de bonanza pasaron a ser una leyenda, que cuentan aquellas personas que pasan de cuarenta y pico de años.
Mas, la mística del lugar por alguna u otra razón se ha ido reinventando. Por ejemplo, porque existe Coppelia y su peculiar manera de compartir la mesa con desconocidos, el escritor Senel Paz tuvo el leitmotiv perfecto para cruzar a los personajes David y Diego en su cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”. Ese texto que luego adaptó al cine, que filmaron Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, y que se llama Fresa y chocolate, la película más famosa de nuestra filmografía.
A partir de ahí, del encuentro de David y Diego en una mesa de Coppelia, parte una de las tramas más sublimes y conmovedoras del cine cubano.
Como en esa renombrada ficción, la inmensa mayoría de cubanas y cubanos tenemos nuestra anécdota en la heladería Coppelia. Por eso, quizás, es que aun cuando te toquen bolas huecas, largas colas bajo un sol arrollador o suban los precios, siempre volvemos.