A Santiago Bassano me lo crucé en la ciudad argentina de La Plata, en medio del caos que reina casi en cualquier urbe, a esa hora en que la gente termina su jornada laboral y corre a sus casas.
Mientras todos iban como hormigas locas, caras largas y miradas cansadas, él bailaba. Era como un segundo de sosiego y divertimento entre la muchedumbre y la aglomeración de autos con sus choferes tocando el cláxon.
Luego supe que por bailar en vez de caminar, ya es un personaje que se hace conocido en la ciudad. Comenzó a ser frecuente verlo bailar en la calle, hasta que un día quedamos para hacer este fotorreportaje.
“Me apodan La Santa, porque mis amigos dicen que mi personalidad tiene ángel, aunque confieso que también soy un poquito diabla”, confiesa.
Desde muy pequeño, cuando tenía 5 o 6 años, a Santa ya le gustaba bailar en su Azul natal, un pueblo de la provincia Buenos Aires, históricamente muy conservador. Mientras los otros niños pasaban horas frente a la tv, Santiago eran fanático de los videos clip de MTV. Le gustaba imitar a las bailarinas.
Un día en el patio de su casa, clavó una escoba en la tierra asemejando un micrófono y se convirtió en Britney Spears. Sus padres, desde dentro de la casa, lo observaron asombrados sin que se diera cuenta.
“Cuando les manifesté a mis padres mi pasión por la danza, me dijeron que yo bailaba como una niña y que eso no estaba bien. Era muy niño y lo sentí tan represivo que no bailé más en público. Me escondía o me encerraba en mi cuarto para bailar solo. Yo mismo me aplaudía. La que siempre me apoyó fue mi abuela”.
Ese episodio marcó mucho a Santiago. Tanto, que no fue hasta los 22 años que volvió a bailar en público. “Me auto convencí de que mi vida pasa por la danza. Esa convicción también me ayudó a no esconder más mi elección sexual y hasta a acompañar a mis padres en el proceso de sacarse los prejuicios y comprender que yo estaba eligiendo el camino que me hace feliz. Por suerte ellos entendieron y ahora están felices y orgulloso de quien soy”.
De su pueblo natal se mudó a La Plata para estudiar Arquitectura. “Cursé cuatro años de la carrera y terminé abandonándola porque lo mío es bailar. Y eso lo estoy logrando”.
Santa acaba de terminar su jornada laboral. Es herrero. Por eso sus manos tienen huellas de pequeños cortes y quemaduras de soldadura, apenas perceptibles.
“Encontré un ofició como la herrería para subsistir económicamente y ahora me encanta. Es algo que puedo complementar con la danza. Mientras trabajo en el taller, escuchamos todo el tiempo en la radio una emisora de música clásica. Así que, con ese fondo musical le doy forma al fierro, lo estilizo y convierto en las curvas de una reja o en lámparas. Eso es como la delicadeza de los movimientos de una coreografía.
Por las mañanas Santa está en sus labores de herrería. Y en las tardes baila por la ciudad. Pero no es que sale a bailar como otras personas salen a correr para hacer ejercicios, otros a pesar en bicicleta por la ciudad o llevar el perro a la plaza.
“No recuerdo la última vez que fui caminando a algún lugar. Yo voy bailando si tengo que ir a hacer un trámite, si voy a visitar a un amigo o si tengo que esperar el colectivo en la parada. Yo no camino: yo bailo. Ya es algo natural. Cuando me pongo los auriculares y puede sonar rock, pop o reguetón me olvido de todo. Creo que hasta es una necesidad física.”
La actitud de Santa y su libre manifestación le han traído vivencias entrañables y, también, pasajes feos.
“Por lo general alguno me filma, otros se paran a ver o me aplauden. Sobre todo pasa con los niños y los ancianos, que me aman. También están los desubicados que me gritan obscenidades o que estoy loco. Y los que me apenan son los se quedan mirando avergonzados.
“Hace poco, en la calle, me rodeó un grupo de chicos para robarme. Y yo no traía más nada que mi celular. Me preguntaron en modo violento que hacía. Y de los nervios me puse a bailar. Los contagié tanto que les gustó y terminaron bailando conmigo. Y yo zafé del robo y quien sabe si de hasta alguna paliza.
“En otra oportunidad, hace poco, me paró la policía y me ordenaron que tenía que dejar de bailar porque unas personas me habían denunciado. Incluso amenazaron con meterme preso. Algo ridículo. Los enfrenté y le dije que no estaba haciendo nada ilegal y, muchos menos, haciéndole daño a alguien. Que me enseñaran la ley que prohíbe bailar y ser feliz. Y me fui”.
Foto: Kaloian.“Lo más lindo que me sucedió hasta ahora fue que estaba en un esquina bailando mientras esperaba para cruzar la calle. Cerca, una señora en silla de ruedas me miraba, sonreía y movía su torso y sus brazos a mi ritmo. Me le acerqué y sin mediar palabras comenzamos a bailar juntos en medio de la vereda y la gente. El abrazo y el beso que me dio al despedirnos no se me va a olvidar jamás. Eso cambió mi mentalidad y comencé a sentir que tenía una poderosa herramienta ideológica y de creación. Si puedo hacer feliz con lo que hago a otras personas, vale mucho la pena. No importa los que me discriminan por la calle o la intimidación de la policía”.