Cada ciudad tiene muchos rostros, muchos reflejos de sí misma. Rostros de su gente, de sus calles, de sus edificios, de sus estados de ánimo. Rostros de sus horas marchitas y sus estallidos de luz, de sus calladas rutinas y sus desenfrenos salvadores. Rostros públicos, que revela provocadora al mundo, y otros íntimos, que guarda para quienes mejor la conocen. Rostros del presente y del ayer, instantáneas de un tiempo, talladas en madera y piedra, carne y metal, y también reflejos que colorean el aire como premoniciones del futuro.
La Habana, con más de cinco siglos a cuestas, tiene todos esos rostros y más. Imágenes de extremos y contrastes, de policromías y penumbras. Postales de su arquitectura maravillosa y la alegría de sus habitantes; retratos de edificaciones decrépitas y dramas cotidianos. Planos generales con el mar al fondo, y el Capitolio, o el Morro, o el Memorial José Martí, destacando sobre el conjunto. Planos más cerrados de sitios emblemáticos, de sus muchas construcciones y monumentos; detalles de sus muros y columnas, de sus techos y esquinas. Y también de puertas.
Las puertas de La Habana son como La Habana misma. Como sus muchos rostros. Añejas y modernas, humildes y opulentas, señoriales y endebles. Con sus marcos y dinteles, sus hojas y bisagras, sus picaportes y manillas, sus aldabas y cerraduras, como las de todas las ciudades y, al mismo tiempo, únicas.
Cada puerta narra una historia, propia, familiar, y es también una voz en el gran coro de puertas que cuenta la ciudad. Recibe a sus dueños, a sus usuarios más frecuentes, carga con el peso de sus intimidades, niega el paso y la vista a intrusos y forasteros, y dibuja, con sus colores y tamaños, con sus grietas y pulimentos, el paisaje de su barrio, de su reparto, de La Habana toda.
Los últimos meses han sido especialmente duros para la capital cubana. Y también para sus puertas. La pandemia obligó a pasar más tiempo puertas adentro, a mantener cerrados bares y teatros, cines y restaurantes, oficinas y museos. A hacer menos visitas y salidas, a tocar y abrir menos puertas, y a ingresar y aislar detrás de otras a sospechosos y enfermos de la COVID-19.
Pero ellas, incólumes, pacientes, han vuelto a resistir como tantas veces, y poco a poco han comenzado nuevamente a abrirse, a permitir el paso, a saludar a vecinos y transeúntes aun cuando muchos no reparen en ellas. Y en su guardia silente, en su vigilia constante, persisten en su empeño de ser, a pesar de crisis y derrumbes, de epidemias y tormentas. Como La Habana misma.