Hace casi un mes desapareció la Casa de las Guayaberas. Ahora a fines de agosto se va del aire el restaurante Río Cristal. Dos íconos de la presencia cubana en el sur de Florida. Tuvieron que cerrar puertas, no porque la cubanía en esos lares vaya retrocediendo, tragada por otras nacionalidades, sino porque una pandemia recorre la zona. Y no se apiada de nada.
La COVID-19 ha obligado a la gente a refugiarse en sus casas y a los negocios —principalmente los servicios—, a intentar reinventarse. Algunos lo han logrado, muy pocos. Otros no han resistido. La Casa de las Guayaberas, como informó OnCuba, cerró unas semanas pero no volvió a recuperar clientes. El Río Cristal, en la calle 40 del SW, intentó sobrevivir con las ventas de comida para llevar, pero empezó a perder mucho dinero.
Sentado en la Carreta, otro restaurante de la calle 40 del Suroeste de Miami, que se resiste a un destino que no quiere enfrentar, Miguel Álvarez, un cubano de 50 años que llegó a la ciudad en el nuevo siglo, confiesa que se siente abrumado con lo que está viendo. “Esperaba que Estados Unidos fuera un país de mayor resistencia. Pero veo que no lo es. El gobierno parece débil, no siguen las recomendaciones de médicos y conocedores. Espero que no me oigan, pero veo que en Cuba, con mucho menos recursos, los comunistas han hecho mucho más”, afirma bajando la voz y mirando por encima de los hombros. Es que “hablar bien o elogiar” al régimen de la Isla suele tener consecuencias en esta comarca.
Si hay algo que el coronavirus no ha logrado impedir es la comunicación entre ambas orillas del Estrecho, una comunicación reforzada telefónicamente por la interrupción de los vuelos directos y por las dificultades para enviar paquetes a los familiares. Los “de acá” tienen conocimiento de lo que pasa “allá” porque la prensa local no informa casi nada sobre el enfrentamiento a la pandemia en su país de nacimiento. Las remesas son un paliativo para las necesidades de allá. También parecen haber mermado. “Yo mandaba unos 100 dólares mensuales a mi familia, ahora solo puedo satisfacerlos con 50”, revela Álvarez.
En relación con las pérdidas que la COVID-19 está provocando en el comercio, Río Cristal y la Casa de las Guayaberas son apenas dos ejemplos, no los únicos. El jueves uno de los administradores de Ño qué barato reveló que en ese almacén de vestuario hay cabezas preocupadas porque se aproxima una época del año de gran negocio, además de la Navidad. Resulta que el curso escolar cubano es una gran fuente de ingresos porque ellos venden uniformes escolares para Cuba. Así es: las camisas blancas, sayas y pantalones color rojo vino para los alumnos de primaria y la misma prenda en azul para la secundaria. Solo no tienen a la disposición de los clientes las pañoletas para los pioneros porque sería demasiado, un reto directo al sentimiento político de sus clientes. La preocupación consiste en que no van a lograr las ganancias de otros años. “Habrá que despedir personal”, dice la fuente. Y la casi totalidad de sus empleados son cubanoamericanos.
“El gran impacto del coronavirus en el mundo comercial cubano es que la mayor parte se inserta en los servicios y la mayoría de sus clientes no tienen grandes ingresos ni recursos. Esto hace que ese sector comercial viva al día. Al cerrar el negocio todos los días, descontando los gastos y salarios, queda muy poco para invertir o asegurar un colchón para garantizar la seguridad ante las pérdidas”, explica Álvaro Mejía, un economista especializado en economía social urbana. En su apreciación, hay otro factor que agrava la salud financiera de los pequeños negocios. “El comerciante ingresa poco porque su cliente tampoco tiene cómo gastar, está desempleado, vive de algunos subsidios estatales. Y lo que es muy serio: vive asustado porque no sabe cuánto tiempo durará la crisis, cómo van a ser sus ingresos y tendrá un trabajo en los próximos meses”, explica.
Esto también es claro en el negocio de la fe. Durante las últimas semanas por lo menos cuatro botánicas, esas tiendas que lidian con las religiones populares de las clases menos favorecidas, ubicadas en la Calle Flagler, el corazón de la Pequeña Habana, han cerrado sus puertas. Allí no fue posible conocer las razones, pero en la “Popular de Hialeah” su dueña —Felicita, como todo el mundo la conoce, una imponente mulata cubana que vende todo tipo de parafernalia relacionada con las deidades de origen africano—, lo explica con naturalidad. “Mi’jo la gente no tiene pesos para gastarse en eso. Pueden creer mucho, pero necesitan el dinero para comer. La iglesia católica tiene el mismo problema”, dice.
El Arzobispado de Miami no quiso comentar la opinión de Felicita. Pero el jueves pasado el arzobispo Thomas Wenski rehusó a una exigencia de algunos padres de escuelas católicas que quieren que les devuelvan el pago mensual de los últimos tiempos de la asistencia de sus hijos. Según la emisora Caracol Radio, Wenski dijo que no con el argumento de que, de todos modos, las escuelas tuvieron los gastos de siempre con los salarios de los maestros y otros pagos administrativos. Y al cerrar las clases apenas estaban cumpliendo las órdenes del sistema escolar.
“Los negocios de cubanos están siendo mayormente afectados. Por dos razones: atienden a personas de bajos recursos y no tienen grandes subsidios porque son mayoritariamente servicios, proyectos familiares casi siempre absolutamente impreparados para lo inesperado”, explica Mejía.
La presencia cubana en el sur de Florida es imposible de borrar. El actual sistema de vida ha sido diseñado por su presencia, pero la pandemia muestra su fragilidad. Habrá frita cubana para rato. Cada día que pasa son más populares, pero no porque otras nacionalidades se hayan aficionado al chorizo y las papas fritas, sino porque es más barata que un McDonald’s. Y más sabrosa. De las 138 franquicias de McDonald’s que había en el sur de Florida, alrededor del 10% ya han desaparecido.
Las fritas pueden sobrevivir.