A fines de los años 70 y mediados de los 80 comienza a emerger en los Estados Unidos un nuevo fenómeno entre los cubanos, reflejo de procesos culturales característicos del crossover. Se trata de la existencia de un grupo humano, descendiente en este caso del exilio histórico, que vindicaba para sí la categoría de cubanoamericanos/as, en similar sentido a lo que ya había ocurrido con los descendientes de otros grupos étnicos emigrados a la Unión como los italianos, los polacos y los asiáticos, en los que la conciencia de una identidad propia, específica y diferenciada, ya formaba parte del llamado melting pot, en correspondencia con lo que el sociólogo brasileño Darcy Ribeiro alguna vez denominó “pueblos trasplantados”, es decir, formados a partir de un fuerte y disímil componente migratorio y nutridos históricamente por distintas oleadas provenientes de regiones varias del planeta.
Ese proceso aparece documentado en varias instancias sociales, una de ellas —y ciertamente no la menos importante— en un chiste del comediante Guillermo Álvarez Guedes, esa especie de Bernal Díaz del Castillo del exilio, quien alude a la nueva realidad con un sentido de crítica, sorna y distanciamiento, toda vez que asimilarse implicaba de alguna manera des-exiliarse y echar raíces en la cultura receptora a menudo a partir de relaciones con hombres y mujeres estadounidenses, o con otros latinos/as. Pero el actor criollo lo hace a su manera adoptando el bilingüismo en sus ya famosas clases de “idioma cubano”.
Tal vez por su inmediatez, el cine estuvo, por así decirlo, en la primera línea con el estreno del filme El Super (1979), de León Ichaso, un texto imprescindible sobre los procesos generacionales en Estados Unidos y obra no superada artísticamente por todo el cine cubano hecho después en este país.
En la literatura, esa categoría identitaria tiene su primera expresión en la antología Los atrevidos (1988), de Carolina Hospital. Este interesantísimo libro recoge una muestra de la labor literaria de un conjunto de cubanos que se atrevieron por primera vez a escribir en inglés habiendo nacido en la Isla y partido a edades tempranas a Estados Unidos. Y sentaría las pautas para antologías posteriores, como Little Havana Blues (1996), de Virgil Suárez y Delia López, una selección de treinta y dos autores que escribían en inglés —algunos ya conocidos, otros nuevos, muchos salidos del país después de 1960.
Esta generación, llamada 1.5 y ubicada a medio camino entre su cultura natal y la de la sociedad receptora, quedaría reflexionada a nivel teórico sobre todo en la obra ensayística de Gustavo Pérez Firmat (The Cuban Condition. Translation and Identity in Modern Cuban Literature, 1989, Lyfe on the Hyphen. The Cuban-American Way, 1994).
Facturado a partir de un corte epistemológico extraído de la Sociología, el 1.5 de Gustavo Pérez Firmat (1949) ha sido sometido a la crítica por varias razones: por constituir un constructo que excluye determinaciones como género, raza y orientación sexual; por enraizarse fuertemente en la nostalgia; por tener como modelo la migración previa al Mariel; y por tomar como uno de sus paradigmas a Ricky Ricardo, uno de los dos personajes protagónicos de I Love Lucy, la popular serie televisiva donde actúa el santiaguero Desi Arnaz, cuyos padres habían tenido que huir a los Estados Unidos a la caída del machadato.
Ricky —o Desi, es casi lo mismo— fue percibido sin embargo por la cultura anglo con una mezcla de exotismo y paternalismo, mediaciones largamente actuantes en el mainstream a la hora de dar cuenta de la otredad cubana, y también latinoamericana, desde que en el cine silente el Latin Lover había adquirido un peso abrumador bajo los influjos de actores como Rodolfo Ruddy Valentino y César Romero.
Quizás no resulte ocioso subrayar aquí que se trata de un músico, conguero por más señas, que parloteaba, tanto en la serie como en la vida, un inglés heavily accented —fue uno de los atributos de su comicidad—, pero colocado en ese mainstream gracias a una unión matrimonial con una pelirroja que en la pantalla siempre se muestra tan complaciente como perdona-vidas con un esposo que al final del día no cuadraba mucho la caja. No obstante, ni estos ni otros problemas impiden que su figura la reclamen con toda legitimidad no solo los cubanoamericanos históricos, sino también otros como Mellow Man Ace, un pinareño inscrito en su provincia como Ulpiano Sergio Reyes, pero que se denomina a sí mismo el “Ricky Ricardo del rap”. Y la razón es que el factor integración/fusión pesa más, sin dudas, que su longitud casi caricaturesca y del hecho de no ser tenido, a pesar de todo, como un parigual. Bien mirado, ese fue —como lo ha señalado Louis A. Pérez, Jr.— el mismo problema que marcó la imitación cubana de modelos estadounidenses, paroxística a fines de los años 50 del pasado siglo.
Esta generación 1.5 se distingue por su condición bicultural —las dos caras del Juno cubano, según la profesora Eliana Rivero—, esto es, por moverse entre dos sistemas de referencia y de valores esencialmente distintos. De entonces a la fecha la categoría ha tenido amplia acogida en los estudios literarios, empezando por investigaciones ya clásicas como las de Isabel Álvarez Borland, Cuban-American Narratives of Exile. From Persona to Persona (1998), que daba cuenta de un fenómeno hasta entonces también inédito: el boom de escritores cubanoamericanos que tuvo lugar en la década de los 90 del pasado siglo, encarnado en las obras de Pablo Medina (1948), Roberto Fernández (1951), Oscar Hijuelos (1951-2013), Achy Obejas (1956), Cristina García (1958) y del propio Pérez Firmat, entre otros, y que no puede ser entendido si se prescinde de los procesos socioculturales actuantes desde entonces a partir de la presencia hispana y de su poderoso impacto sobre las industrias culturales, incluida la literatura impresa por editoriales como Arte Publico Press y otras que, sin clasificar necesariamente entre las más grandes, en sus catálogos comenzaron a incorporar de manera creciente a escritores étnicos.
Es una problemática a menudo bastante resbaladiza, que por lo demás no puede encararse con moldes arcaicos, ni menos con desconocimiento de las complejidades de la sociedad receptora y en particular de los procesos de construcción de identidades fragmentadas que la caracterizan. La generación encabalgada —es decir, esas personas que fueron sacadas del país durante su infancia o temprana adolescencia— experimentó un proceso de socialización en una lengua distinta a la de sus padres aunque en el hogar no abandonaran el español.
Hay otra que viene a formar parte de otra categoría sociológico-cultural, comúnmente denominada ABC (American Born Cubans) o CBA (Cuban-bred Americans). Este es, sin dudas, el caso de la narradora Ana Menéndez (1970), en cuyo primer libro de cuentos, In Cuba I Was a German Shepherd (2001), hay numerosas trazas de distanciamiento respecto a un discurso identitario que evoca en muchos sentidos la obra precursora de Roberto Fernández, sobre todo su Raining Backwards. También, a su modo, el de Richard Blanco (1968), no nacido en la Isla, pero “hecho en Cuba, ensamblado en España e importado a Estados Unidos”, uno de los poetas cubanoamericanos más interesantes de la hora y autor de libros como City of One Hundred Fires (1998), Directions to the Beach of the Dead (2005) y How to Love a Country (2019) y del poema “Matters of the Sea”, leído por su creador en la ceremonia inaugural de la Embajada de Estados Unidos en La Habana.