Vista de manera retrospectiva, la relación Habana-Miami describe una trayectoria zigzagueante, caracterizada primero por un espacio prácticamente en blanco de unos veinte años, donde quienes se iban del país no podían regresar ni a sentarse una noche en el muro del Malecón.
Hasta que en noviembre de 1978, durante la administración Carter y gracias a un proceso de cierta distensión bilateral (finalmente abortado por la presencia cubana en Etiopía y Angola), se produjo el “diálogo con personas representativas de la comunidad cubana en el exterior”.
El proceso redundaría en el ingreso de miles de “comunitarios”, ascendidos de pronto de “gusanos” a “mariposas” en el lenguaje popular.
Este era un giro lexical irónico, pero en el fondo reflejaba un cambio interno en medio de resistencias y objeciones (como siempre ocurre), algunas recogidas por 55 hermanos, el documental de Jesús Díaz sobre el regreso a Cuba de un grupo de jóvenes sacados del país por sus padres y que habían sufrido un proceso de cambio y reconexión en las universidades norteamericanas al calor del movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam.
Después del cierre de los vuelos por los dos Cessna 337 de Hermanos al Rescate derribados por la Fuerza Aérea cubana, en 1998 la administración Clinton los reabrió y al año siguiente los amplió, siguiendo un curso de política conocido como people-to-people y a partir de un conjunto de imaginarios que la presidencia de Obama heredó y profundizó (“Clinton plus”, le llamaron). Aún en el marco de las leyes Torricelli (1993), Helms-Burton (1996) y de Comercio con el Enemigo –esta última de la época de la Revolución de Octubre.
Esta percepción subrayaba que la sociedad cubana no podría crear sus propios anticuerpos ante el aliento del Otro. La URSS y su bloque de satélites constituían, básicamente, piezas de una misma maquinaria y, por consiguiente, Cuba caería en lo que entonces se llamó “el efecto dominó”.
En breve, prevaleció la idea de que la Guerra Fría se había ganado sin disparar un solo tiro, y de que la invasión más expedita y conveniente sería, en todo caso, la de blue jeans, productos culturales, besos, abrazos y cuerpo-a-cuerpo –aunque sin Varadero ni mojitos, por lo menos en la letra– y, de nuevo, la exportación del modelo civilizatorio norteamericano.
Tal vez dos ejemplos ilustren como pocos el problema. En un extremo, Memorias del subdesarrollo (1968) testimonia aquellos años después de cancelados los servicios de correo directo entre ambos países (1963).
Las cartas llegaban a Cuba a los tres meses de haberse enviado, frecuentemente conteniendo chiclets Adams y cuchillas Gillette. Los primeros habían desaparecido del mapa con el fin de la relación comercial; y las segundas habían sido remplazadas por hojas checas o soviéticas, conocidas desde temprano como “lágrimas de hombre” por su seguro impacto facial, sobre todo en barbas duras y cerradas, y de agua caliente en palangana.
En el otro extremo está el ingreso por la Aduana de “gusanos”, rapeados, envueltos en celofán conteniendo esa bisutería diversa llamada pacotilla incluidos los artefactos eléctricos. No solo cargaban los familiares y amigos, sino también unos personajes nuevos llamados “mulas”.
Estos emergieron en los vuelos de los 90, durante el llamado Período Especial, cuando se legalizó “la moneda del enemigo” y los cubanos pudieron tener sin susto o cárcel a patriotas con bucles como George Washington, Alexander Hamilton y Benjamín Franklin.
Recuerdo aquel diciembre de 2013 cuando se alcanzó la cifra de 471,994 viajeros cubanos o cubano-americanos, con perspectivas de llegar a los 520,000 al cierre del año, un récord en el que los vuelos procedentes de Miami eran los principales. (Los que salían de Los Ángeles se autorizaron 1999 y los de Tampa en 2011). Además, habían viajado más de 97,000 estadounidenses con las correspondientes licencias del Departamento del Tesoro, para un total de 569,232 personas.
No era un dato cualquiera: Estados Unidos se convertía en el segundo polo emisor de viajeros a Cuba, solo superados por Canadá (1,105,729 turistas según la Oficina Nacional de Estadísticas, ONEI), pero por encima de Inglaterra (149,515), Alemania (115,984), Francia (96,640) e Italia (95,542).
Por otra parte, también se produjo un boom de Cuba a Miami, resultado de dos factores: la nueva política migratoria cubana, vigente desde enero de 2013, y el incremento de las visas de no emigrantes otorgadas en la Embajada de Estados Unidos en La Habana.
Más de 30,000 cubanos visitaron EEUU durante ese año fiscal, incluyendo la nueva variante de entradas múltiples por un período de cinco años, dato que sin embargo dejaba a la sombra las negativas por presunción de emigrante, abrumadoras a ojo de buen cubero dentro de ese edificio moderno de abundante cristalería, muy cerca del cual hay un parque –el de frente a la funeraria Rivero– bautizado como si fuera un muro del Medio Oriente: “el Parque de las Lamentaciones”.
Estadísticas de la Dirección de Inmigración y Extranjería (DIE) señalaron entonces que un tercio de los cubanos que habían salido del país entre enero y noviembre se habían dirigido a Estados Unidos, seguidos por México y España.
A Miami o a La Habana se llega en un vuelo de apenas 45 minutos, con el pelo mojado si uno comete el disparate de lavarse la cabeza en el baño del Aeropuerto Internacional “José Martí”. Algo caracterizaba entonces y todavía caracteriza a esos vuelos charters: son los más caros del Universo considerando la distancia y el pago del sobrepeso; por completo distintos a las normas vigentes en las líneas aéreas norteamericanas, donde un maletín de mano o una dentadura postiza carecen de relevancia alguna en la báscula. Para colmo, las malas lenguas, esas que siempre existen, les llamaban “los vuelos del Vaticano” porque solo Dios sabía cuándo aterrizaban.
Después sobrevinieron otros vuelos. Y otra historia.