En septiembre pasado, el presidente Joe Biden renovó el embargo comercial de Estados Unidos contra Cuba, extendiendo así a 62 años el régimen de sanciones. Como reconoció la subsecretaria de Estado Roberta Jacobson en 2015, la política es “más dura que en muchos otros países del mundo a lo largo de los años”. Cuba ha estado bajo sanciones estadounidenses durante más de la mitad de su existencia como nación independiente. Establecida en 1960, la política se dejó a la deriva sin sentido en motivo recurrente de la historia de trece administraciones presidenciales. Una política desprovista de un propósito plausible y carente de resultados que no fueran aumentar las circunstancias de privación en las que el pueblo cubano enfrenta la vida cotidiana.
Sin embargo, esas condiciones de carencia y necesidad no deben verse como consecuencias colaterales no deseadas de las sanciones. Por el contrario, son el propósito de las sanciones. La política está informada por una lógica cínica dirigida a inducir sufrimiento e infligir penurias como medio para profundizar el descontento, con lo cual los cubanos, presumiblemente, impulsados por la miseria y motivados por la necesidad, se levantarían para derrocar a un gobierno que Estados Unidos desea borrar del mapa.
El “único medio previsible de enajenar el apoyo interno”, insistió el Departamento de Estado ya en abril de 1960, “es mediante el desencanto y el desafecto basados en la insatisfacción económica y las dificultades […]. Se deben intentar todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba [ y] para provocar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del gobierno”. En un simple cálculo de causa y efecto, el presidente Dwight Eisenhower razonó: “Si ellos [el pueblo cubano] tienen hambre, echarán a Castro”. El cambio de régimen vendría desde adentro y de abajo hacia arriba, aparentemente, como se regocijó el Departamento de Estado, como “resultado de tensiones internas y en respuesta a fuerzas en gran parte, si no totalmente, no atribuibles a Estados Unidos”.
Las sanciones diseñadas para dañar al pueblo cubano en tanto un medio de cambio de régimen fueron reformuladas después como una política de propósito justo y noble intención en nombre de los mejores intereses del pueblo cubano. Apoyar, como dijo el presidente Joe Biden en 2022, las “aspiraciones de libertad de los cubanos […] y permitir que el pueblo cubano determine su propio futuro”. En otras palabras, Estados Unidos se encarga de castigar al pueblo cubano por su propio bien.
El grado en que las sanciones de Estados Unidos han contribuido o no al deseo y la necesidad de Cuba es, por supuesto, discutible. Pero que las sanciones están destinadas a promover la necesidad, no lo es. Ahí radica la trágica ironía de más de sesenta años de sanciones. Las condiciones de carencia y necesidad rara vez son circunstancias conducentes a deliberaciones políticas razonadas. Una política informada con malas intenciones, diseñada deliberadamente para fomentar la privación y la indigencia, no permite fácilmente a los cubanos vislumbrar el futuro de otra forma que no sea con una perspectiva de urgente inmediatez.
Es improbable que un pueblo preocupado por cuestiones de subsistencia como la realidad primordial de la vida cotidiana, obligado a emplear grandes cantidades de tiempo y energía para satisfacer las necesidades más elementales de la vida cotidiana, participe en deliberaciones sobre procesos democráticos. Una encuesta de 2008 publicada por el New York Times informó que más de la mitad de los cubanos entrevistados consideraban que las necesidades económicas eran su principal preocupación. Menos del 10% identificó a las libertades políticas como el principal problema que enfrenta la Isla. Como me sugirió una vez un colega cubano: “Primero las necesidades, después la democracia”.
De hecho, las sanciones han contribuido a las dificultades de Cuba y se han sumado al descontento cubano. Pero el deseado descontento se ha traducido menos en expresiones de desafección organizada que en ciclos recurrentes de emigración masiva, ironía que no pasa desapercibida para observadores informados. Los sectores de la población con más probabilidades de constituirse en una oposición política son a menudo las personas más inclinadas a emigrar por dificultades personales.
También es irónico que en un momento en que el estado de ánimo nacional estadounidense se oscurece con respecto a la inmigración de América Latina, la política sirve para aumentar los problemas de un pueblo para el que la emigración a Estados Unidos ofrece el remedio más inmediato a sus dificultades. Durante el año fiscal que cerró el pasado 30 de septiembre, las autoridades estadounidenses detuvieron a 221 000 cubanos en la frontera sur, un aumento del 471% respecto al año anterior, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos.
Pero las consecuencias son más complicadas. Las sanciones como subversión producen otro tipo de lógica. El Estado, cualquier Estado, no se equivoca en asuntos de seguridad nacional. No puede sorprender que una política diseñada para fomentar la protesta política como medio de subversión permita al gobierno cubano proscribir la protesta política como un acto de subversión. La protesta política pasa así bajo el manto de la incitación de la quinta columna, los cubanos desde dentro considerados al servicio del cambio de régimen.
Sin embargo, la autenticidad de la protesta como medio para expresar el descontento no puede descartarse perentoriamente como un acto de travesura extranjera. Seguramente no todo anda bien en Cuba. Difícilmente se puede negar que gran parte de lo que no está bien se puede atribuir a las sanciones de Estados Unidos. Mucho de lo que no está bien en Cuba también puede atribuirse a políticas y prácticas oficiales.
El pueblo cubano tiene el derecho apremiante y legítimo de expresar colectivamente sus quejas, de registrar su descontento y expresar su descontento sobre políticas económicas mal concebidas que no logran remediar las carencias y necesidades, de protestar por la limitación de las libertades civiles y la violación de los derechos humanos. En resumen, de hacer que el gobierno rinda cuentas por la gobernanza adecuada. Reconocer las nefastas consecuencias de las sanciones estadounidenses no significa ignorar o desestimar los fracasos del gobierno cubano. De hecho, las políticas y prácticas gubernamentales han contribuido más que adecuadamente a las dificultades que soporta el pueblo cubano.
Las protestas de julio de 2021 respondieron a una vertiginosa espiral de carencias frente a un gobierno aparentemente sin capacidad política para aliviar las apremiantes necesidades de la vida cotidiana. Del mismo modo, las protestas de octubre de 2022 respondieron a las terribles condiciones tras el paso del huracán Ian, que sirvió para revelar la total fragilidad de una infraestructura envejecida.
La escasez crónica de alimentos, combustible y medicamentos se vio exacerbada por las inundaciones, las pérdidas en la agricultura y la ganadería y los días de apagones generalizados en medio de un calor veraniego sofocante y prolongado. Con todo, constituían condiciones de suficiente urgencia para impulsar al gobierno cubano a solicitar la ayuda estadounidense, a lo que la administración Biden reconoció que era objeto de “conversaciones en curso” para evaluar “las necesidades humanitarias del pueblo cubano”. El 18 de octubre el Departamento de Estado ofreció a Cuba dos millones de dólares como “ayuda humanitaria crítica” y prometió “continuar monitoreando y evaluando las necesidades humanitarias [y] continuar buscando formas de brindar un apoyo significativo al pueblo cubano”.
La ironía de la escena es palpable: el huracán Ian contribuyó aún más aumentar las carencias y necesidades de los cubanos, un pueblo postrado que solicita la ayuda humanitaria de Estados Unidos para aliviar las mismas condiciones que las sanciones se han dedicado a crear. En eso consiste claramente el cinismo de la intención punitiva de las sanciones: el apoyo humanitario para ayudar a los cubanos afectados por el huracán mientras se continúa induciendo la necesidad como el propósito de la política estadounidense.
Al final, quizás el fracaso más atroz de las sanciones radica en su ignorancia de la historia cubana. Los cubanos han actuado durante mucho tiempo como protagonistas de su propia historia. Han prevalecido repetidamente sobre el desgobierno y la mala administración. Han manejado su propia historia sin interferencias políticas externas. Las sanciones actúan para entorpecer y, de hecho, a menudo sobrecargan las capacidades cubanas para actuar en función de un propósito creíble en nombre del cambio político legítimo.
Una política que pretende ayudar a los cubanos a “determinar su propio futuro” contribuye a una historia sin salida, a convertir ese futuro en un tiempo inalcanzable, sin remedio ni solución, y a un pueblo cautivo en suspenso.
Por otro lado, es posible imaginar que la política de sanciones tiene muy poco que ver con Cuba. Que se trata, en realidad, de los 29 votos electorales de Florida. En este caso, las sanciones a Cuba tienen menos que ver con el cambio de régimen en Cuba que con medios para cambiar el régimen en Estados Unidos.
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Notas:
Traducción: Alfredo Prieto.
Louis A. Pérez, Jr. es profesor de historia J. Carlyle Sitterson y director del Instituto para el Estudio de las Américas de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Su libro más reciente es Rice in the Time of Sugar: The Political Economy of Food in Cuba (2019).
*El presente texto, publicado originalmente en NACLA, se reproduce en OnCuba con la autorización de su autor.