En enero de este año los más de 400 habitantes de Playa Florida tuvieron comunicación con el mundo exterior apenas en un puñado de ocasiones. Fueron semanas en las que ese pequeño poblado de la costa sur de Camagüey dependió de los camiones de la empresa pesquera y algún otro transporte ocasional para acortar —en la medida de lo posible— los más de 40 kilómetros que lo separan de la ciudad de Florida, su cabecera municipal.
Solo a comienzos de febrero, cuando el primer secretario del Partido Comunista en la provincia visitó Playa Florida, las autoridades locales se dieron por enteradas de esa situación, que de acuerdo con el delegado de la comunidad “venía de mucho tiempo atrás”.
“Al principio, la guagua de Florida hacía cinco viajes a la semana, pero luego quedaron en dos. Y empezando este año nos dijeron que habían tenido que suspenderla por la COVID y la falta de combustible”, reclamó el delegado Yoan Mesa Fernández en nombre de sus electores.
La del transporte era solo una de las innumerables quejas que los lugareños podían traer a colación. Condenada por su vulnerabilidad ante los efectos del cambio climático, la comunidad había sido reconstruida parcialmente luego del paso del huracán Irma, en septiembre de 2017, bajo la premisa de que “más temprano que tarde” sus vecinos deberían reasentarse tierra adentro. La propuesta de las autoridades era que el grueso de las familias rehiciera sus vidas en La Porfuerza, un asentamiento que se crearía aprovechando las edificaciones de un antiguo preuniversitario en el campo, a unos 20 kilómetros de la costa. Un grupo menor sería trasladado a un reparto todavía por construir en la cabecera municipal.
“Este lugar se construyó incorrectamente hace más de 60 años sobre una barrera arenosa que poco a poco irá cediendo espacio al mar. La solución debe ser su reubicación total”, sentenció por entonces la doctora Mayra González Díaz, del Centro de Investigaciones del Medio Ambiente de Camagüey. Ya en 2011 un estudio de esa institución había planteado la urgencia del caso, listando como paliativos para ganar tiempo acciones que iban desde la reforestación de los manglares a la eliminación de malecones y varias edificaciones, y la reconstrucción del camino de acceso al poblado, incorporándole puentes que facilitaran el libre intercambio de agua entre los esteros que lo rodean.
Levantada a menos de un metro sobre el nivel del mar, Playa Florida no había tenido oportunidad frente las olas de dos metros y más que el huracán Irma levantó en el golfo de Ana María: de 38 casas quedaron solo algunos horcones y fragmentos de sus pisos de cemento pulido, y otras 118 sufrieron daños de consideración; sumados, ambos registros representaban prácticamente todo el fondo habitacional del caserío.
En los meses que siguieron 54 viviendas fueron entregadas a igual número de familias playeras para que se reasentaran en La Porfuerza, y se siguió hablando de la migración por venir. Muchos, sobre todo pescadores, se oponían alegando que a 20 kilómetros de la costa les sería difícil mantener su forma de vida. Un número casi similar razonaba, por el contrario, que cada vez el mar se haría más temible. Y entre ambos grupos algunos escépticos insistían en que cualquier cambio demoraría en ocurrir.
El tiempo le dio la razón a los últimos. Las dificultades económicas y la pandemia se coaligaron para poner en pausa los planes de traslado. Ni siquiera la amenaza de la tormenta tropical Elsa, en julio último, alcanzó a reactivar la discusión sobre el tema. Pero su inesperada sobrevida no puso a Playa Florida en el camino a la prosperidad. Para Idelisa Mestre Martín, una de sus vecinas, más bien ocurrió lo contrario: “como aquí todo se iba eliminar, ya nadie se ocupa de arreglar lo que se rompe. Es como si hubiéramos quedado en tierra de nadie”.
El día que las autoridades políticas llegaron a Playa Florida un pescador llamado Adriel Espinosa Marín le contó a un periodista que los acompañaba acerca de los bajos salarios y la falta de atención por parte de la empresa pesquera de la provincia, la principal empleadora del lugar, y de la rotura de la planta de hielo del poblado, de la que él y sus compañeros dependían para conservar sus capturas. Descontando algunos breves períodos de operación, la planta llevaba rota desde el huracán Irma, tres años atrás.
Será inevitable irse
Una tesis de la Universidad Central de Las Villas, en 2016, ponía en números la magnitud del impacto previsible del cambio climático sobre las comunidades costeras de la Isla. Las proyecciones anticipan que hasta el final del siglo, 298 de esos asentamientos se verán afectados en mayor o menor medida. La amenaza alcanza a más de 300 mil viviendas y hasta un millón de personas.
Trece asentamientos encabezan la lista de “vulnerables” recogida por el Plan de Estado para el Enfrentamiento al Cambio Climático, aprobado en abril de 2017. Para 2050 se prevé que el mar haya ocupado los terrenos de Las Canas y Punta Cartas (en Pinar del Río), Tunas de Zaza (en Sancti Spíritus), Playa Florida y La Guanaja (en Camagüey), pero en las décadas siguientes se evalúa casi como inevitable que la misma suerte les espere a extensas franjas de provincias como Artemisa, Mayabeque y Villa Clara. Solo en el municipio de Caibarién “el pronóstico de pérdida de terrenos urbanizados por la inundación permanente [… es de] 2 228 viviendas, 68 instalaciones, el 15,1 % de las redes y 6.000 personas”, según consigna el informe.
Para las pequeñas poblaciones la amenaza de los elementos resulta mucho más temible, pues a diferencia de la capital, y las cabeceras de provincia y grandes municipios, la estrategia suele basarse en postergar en la medida de lo posible la afectación climática y, eventualmente, preparar condiciones para su abandono en el “largo, o muy largo, plazos”.
Tal es el caso de Playa Florida, donde la “Tarea Vida”1 ha priorizado la rehabilitación del ecosistema costero (particularmente el manglar) con el objetivo de mejorar la protección natural del entorno. Un plan especial de reordenamiento dispuesto en 2017 nunca se concretó.
“Lo más parecido a eso que usted dice es lo que se hizo en la comunidad de La Porfuerza, pero allí los trabajos se paralizaron cuando se terminó de adaptar el último de los locales que quedaban de cuando aquello era un pre en el campo”, recuerda Omar Rivero Lezcano, uno de los técnicos de construcción que participó en el acondicionamiento del nuevo poblado. “Después la inversión era más grande, porque implicaba levantar desde cero, con nuevas redes y obras de infraestructura. Era un proyecto que el municipio no podía afrontar por sí solo y que llevaría tiempo. Como para entonces ya la mayoría de los playeros había arreglado sus casas con los materiales que les dieron después del ciclón, y unos cuantos se quejaban de lo lejos que deberían irse a vivir, el proyecto se fue quedando en espera hasta que empezó la Coyuntura y todo se paralizó”.
La resistencia a alejarse del mar no es exclusiva de los vecinos de Playa Florida. Luego del paso del huracán Paloma por el municipio de Santa Cruz del Sur, en noviembre de 2008, una urbanización de 200 apartamentos fue construida en la entrada norte de esa población, a cinco kilómetros de la línea de costa. Sus dueños serían los antiguos habitantes de La Playa, el barrio de pescadores que casi cada año debía evacuarse a causa de las inundaciones.
En principio, el proyecto pareció tener éxito. Pero a la vuelta de algunos años muchos de los reasentados habían vendido sus apartamentos para regresar al lugar de origen. Aunque durante las últimas contingencias meteorológicas las necesidades de evacuación no han sido tan grandes como en otros tiempos, la Playa de Santa Cruz sigue siendo un punto rojo en los planes provinciales de la Defensa Civil (ante el paso de la tormenta tropical Elsa la mayoría de las 4 mil personas que debieron abandonar zonas vulnerables del municipio procedía de la comunidad costera).
“Mucha gente no quiere irse. No conciben alejarse de la pesca, que es la fuente de ingreso y vida aquí”, contó meses atrás Ernesto Legón Marín, un vecino de Tunas de Zaza. En lo personal, reconocía la urgencia de mudarse tierra adentro: “antes había matas de coco y playitas en los patios, que ya están sumergidas. Esto se pone feo cuando hay ciclón”.
A la subida del nivel medio del mar, ocasionada por el cambio climático, la costa sur de Cuba debe sumar los movimientos de su placa tectónica, que se hunde a un ritmo de un milímetro anual como promedio. “Es inevitable, y los hechos están ahí para confirmarlo. Hasta el monumento de la expedición [mambisa] de Mayía-Roloff (que se ubicaba en Playa Tayabacoa) desapareció en el océano”, explicó al periódico Trabajadores el subdelegado provincial de Medio Ambiente en Sancti Spíritus, Néstor Álvarez Cruz. El recelo con que algunos en Tunas de Zaza y el vecino caserío de El Mégano contemplan la posibilidad de reasentarse en Guasimal, casi 20 kilómetros al interior de la Isla, pareciera no tener más justificación que el rechazo natural a los cambios; con independencia de sus deseos, la naturaleza lleva las de ganar.
“Construir donde la ciencia asegura que el mar terminará por imponerse es una locura que nadie en su sano juicio se plantearía. Pero también es verdad que mientras esas comunidades existan no deberían quedar a su suerte”, piensa Omar Rivero. Como otros miles de habitantes de comunidades rurales en toda Cuba, los habitantes de Playa Florida sufren las dificultades acrecentadas de vivir lejos de las ciudades; pero en su caso la adversidad viene acompañada por el acecho del mar y la falta de una hoja de ruta clara para su futuro. La pandemia y las carencias recientes solo lo han puesto en evidencia.
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Nota:
1 El Plan de Estado para el Enfrentamiento al Cambio Climático, más conocido bajo la identidad comunicacional de “Tarea Vida”, fue promulgado en abril de 2017 por el Consejo de Ministros. Contempla cinco acciones estratégicas y once tareas dirigidas a contrarrestar las afectaciones en zonas vulnerables de todo el país, con particular énfasis en 63 municipios costeros y 10 del interior. El Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente de Cuba tiene a su cargo la coordinación de la Tarea, en la que participan en diversas formas, todas las dependencias del Estado. Entre sus acciones estratégicas resaltan las encaminadas a “reducir la densidad demográfica en las zonas bajas costeras”, y relocalizar áreas de cultivo próximas a la costa y asentamientos amenazados por la subida del nivel del mar.