La idea de que las enfermedades infecciosas no son exclusivamente un fenómeno médico sino también un fenómeno medioambiental y social no siempre fue preponderante en el campo de la epidemiología. Corrían los años finales del siglo XIX y las teorías miasmáticas que sostenían que las enfermedades se contraían de las emanaciones impuras del suelo, aire y agua fueron reemplazadas por las modernas y experimentales teorías microbianas de las enfermedades (gérmenes) esbozadas por los padres de la microbiología: Louis Pasteur y Robert Koch. Sin embargo, aún en esa época pensábamos que solo podríamos contagiarnos por un contacto estrecho o por el consumo de alimentos o líquidos contaminados, pero enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla se expandían por gran parte de América y el mundo sin una explicación plausible que diera cuenta de los contagios y su estacionalidad.
Fue entonces que un médico cubano llamado Carlos Juan Finlay Barrés en 1881 dio a conocer en la Conferencia Sanitaria Internacional de Washington su teoría metaxénica sobre el contagio de enfermedades, una doctrina fruto de la combinación de la observación y del estudio multidisciplinario con la experimentación científica precisa. Su teoría, que planteaba la importancia de un vector biológico para la transmisión de las enfermedades por agentes biológicos, aplicándola a la fiebre amarilla transmitida por el mosquito Aedes aegypti, fue una idea muy revolucionaria. Tamaña osadía no pasaría inadvertida en la comunidad médica mundial al punto que las burlas de sus pares llegaron a etiquetarlo con el apodo de “Mosquito Man”.
El pasado 14 de agosto celebramos un aniversario más de ese descubrimiento y en medio de una pandemia, que si bien no es transmitida por un mosquito, sí la adquirimos del único mamífero volador como vector biológico. No solo este y otros coronavirus, sino que otros patógenos como HIV, Zika, Influenza aviar y porcina, Hanta, West Nile todos tienen como denominador común que fueron enfermedades que adquirimos por zoonosis, es decir, por la transimisión de animales a humanos. Enfermedades, algunas de ellas, que son incluso transmitidas por el mismo mosquito Aedes aegypti que descrubrió Finlay como agente transmisor de enfermedades.
Muchos no conocen que Carlos J. Finlay fue nominado en siete ocasiones para el Premio Nobel de Medicina, premio que comenzaba a entregarse en los primeros años del Siglo XX y cuyos primeros exponentes fueron los grandes próceres de la microbiología, la biología y las neurociencias. Científicos de la talla de Koch, Pasteur, Golgi, Ramón y Cajal, Laveran, Carrell, Richet y Robert Bárán. Muchos de los primeros galardonados como Laverán y Ronald Ross fueron precisamente quienes apoyaron con bellísimas cartas la infructuosa postulación del Dr. Finlay.
Su descubrimiento de que el mosquito Aedes Aegypti era el único agente capaz de transmitir y propagar la fiebre amarilla no fue su única contribución. Finlay también ideó el método experimental para producir las formas atenuadas de la fiebre amarilla en los seres humanos, lo que no sólo le permitió comprobar la veracidad de sus concepciones y descubrimientos, sino también iniciar los estudios de los mecanismos inmunológicos de las enfermedades infecto-contagiosas que permitieron crear las primeras vacunas. Además, formuló las reglas básicas para la erradicación del mosquito, con lo que dio inicio al método sanitario-social conocido como lucha antivectorial que aún se practica exitosamente. Estas reglas fueron las que ayudaron a William C. Gorgas a reducir la incidencia y prevalencia de la enfermedad transmitida por el mosquito en Panamá durante la campaña americana de la construcción del Canal. Antes de esto, habían fracasado los franceses ya que cerca del 10% de la fuerza de trabajo moría cada año a causa de la malaria y la fiebre amarilla.
La Organización Mundial y la Panamericana de la Salud (OMS y OPS) reconocen, en homenaje a Finlay el 3 de diciembre, día de su natalicio como el Día de la Medicina Latinoamericana. La UNESCO concede dos premios en honor a dos cubanos: el Premio Internacional José Martí y el Premio Internacional Carlos J. Finlay. El 25 de mayo de 1981 fue entregado por primera vez este premio que se otorga para reconocer avances significativos en la microbiología, en 1975 esta misma organización lo había incluido entre los seis microbiólogos más destacados de la historia, junto a Leeuwenhoek, Pasteur, Koch, Mechnikov y Flemming. En Cuba uno de los más prestigiosos centros de investigación lleva su nombre y el Consejo de Estado de la República de Cuba concede la Orden Carlos J Finlay a a personalidades nacionales y extranjeras, así como a colectivos científicos por sus méritos y aportes al desarrollo socio económico de Cuba.
Carlos J. Finlay fue un científico integral pues además de sus trascendentales descubrimientos en relación con la fiebre amarilla, también le dedicó muchísimo tiempo al estudio de otras enfermedades como la lepra, la ceguera, la malaria, el beriberi, la corea, la tuberculosis y el absceso hepático. Además, fue el primer científico en descubrir la existencia en Cuba de enfermedades como el bocio exoftálmico, la filariasis y la triquinosis. Fue incluso un joven Finlay quien se adelantó a Carl von Rokitansky en la afirmación del origen hídrico del cólera y su observación sobre el tétanos infantil posibilitó hacer descender la mortalidad por dicha causa en la Isla. Si a toda su extraordinaria labor científica le añadimos que realizó casi todos sus trabajos en solitario, durante su tiempo libre y sin percibir remuneración alguna, es entonces que se puede comprender mejor la grandeza de este hombre y de su aporte sin paragón a la medicina y la epidemiología.
Es por eso que muchos cubanos preferimos recordarlo como señaló su obituario en el Journal of the American Medical Association el 28 de agosto de 1915: “Le faltaba el genio para la autoexplotación y, habiendo establecido su doctrina modestamente, vivió sin pensar en un mayor reconocimiento”.