A casi 120 años de su muerte, la imagen que sobrevive de Julián del Casal (La Habana, 1863-1893) suele ser mayormente estereotipada. La del poeta infortunado, el maldito, el evasivo y melancólico que, paradójicamente, murió poco antes de cumplir los 30 a causa de una fatal carcajada.
Su relevancia dentro del movimiento modernista –del que se considera uno de los iniciadores y pilares en Hispanoamérica–, asentada en su fulgurante poesía, y su compleja personalidad, que imanta por sus exacerbados extremos –pesimismo, desdén, afrancesamiento, exotismo–, han opacado a lo largo del tiempo otros enfoques, más abarcadores y equilibrados, de su vida y su quehacer. Y dentro de este último, de su obra periodística.
Sin embargo, varios estudiosos han destacado con justicia la relevancia de esta obra, tanto dentro de todo su conjunto creativo como en el pulso de su época, un contexto en la que la prensa alcanza cada vez más prominencia y consolida dinámicas y formas de hacer que la distancian irremediablemente del tempo y el sentido de la literatura, tan caros al poeta de Nieve y Hojas al viento.
En este escenario escribe Casal y ante él reacciona. Por un lado, su labor periodística le permite ganarse el pan y también disfrutar de otras satisfacciones, menos materiales, pero a la vez –por espíritu y por acumulación– termina por romper lanzas contra esa fuente de sustento, por sucumbir al hastío que le produce escribir de lo que no le agrada, por rebelarse contra el hecho de complacer a otros antes que a sí mismo.
“Lo primero que se hace al periodista, al ocupar su puesto en la redacción –escribiría–, es despojarlo de la cualidad indispensable al escritor: su propia personalidad”. Y también: “Escribiendo con frecuencia, como lo hace el periodista, la pluma adquiere cierta soltura, pero a cambio de esto, ¡cómo se aprende a cortejar la opinión pública, cómo a aniquilar las ideas propias, cómo a descuidar el pulimento de la frase, cómo a expresar lo primero que se ocurra y cómo a aceptar el gusto de los demás!”.
El periodismo casaliano es, por tanto, revelador en un doble sentido: del hombre que fue, de sus ideas, cotidianidad, resonancias literarias y tensiones espirituales, y de la sociedad en que vivió y de la que escribió –a gusto o no–; de la Cuba –y en especial de La Habana– finisecular, con sus contrastes, devaneos mundanos, afanes civilizatorios y contradicciones políticas que situaban al país a las puertas de una nueva contienda independentista.
Aun en medio de sus padecimientos y contradicciones, la pluma de Casal brillaría en varias de las principales publicaciones de su tiempo, al punto de ser considerado uno de los grandes corresponsales cubanos de finales del siglo XIX. Desde la década de 1880 y hasta su muerte, sus crónicas, reseñas y artículos aparecieron en las páginas de La Habana Elegante, La Caricatura, La Habana Literaria, El Fígaro, El País, El Triunfo y La Discusión, entre otras.
Son particularmente significativos sus textos sobre costumbres y figuras de entonces, agrupados en la colección “La Sociedad de La Habana”, que publicara en La Habana Elegante con el seudónimo de Conde de Camors. También su crónica diaria en La Discusión, con la firma de Hernani, y su crónica semanal en El País, aparecida bajo el título de “Folletín” y firmada con el seudónimo de Alceste. Estas dos últimas apenas duraron un año –alrededor de 1890, su “gran año periodístico” en opinión de Ángel Augier–, por su renuncia voluntaria, pero bastaron para calar el periodista que fue.
En opinión de la investigadora María Antonia Borroto, aun cuando en Casal es posible apreciar “la premeditada renuncia” a la especialización periodística, debido a “la búsqueda para sus textos de la hibridez genérica que comenzaba a ser repudiada por el periodismo”, otras características y tareas propias de esta profesión –actualidad, periodicidad– sí pueden rastrearse en su quehacer en la prensa habanera, asumidas con el ritmo y disciplina mental propios de un periodista. Aún cuando, como su apreciado Rubén Darío, manejase el estilo periodístico “a su manera”.
Como muestra de ello, les dejo una crónica casaliana, nombrada precisamente como el propio género y publicada en 1889, en la que, a través del lenguaje refinado y metafórico propio del Modernismo, trasluce la personalidad de su autor, el poeta infortunado y melancólico que también hizo del periodismo un feudo –aunque a ratos incómodo y hasta asfixiante– para su singular sensibilidad.
Buscando ayer, por los rincones de mi cerebro, asunto para esta crónica, sentí surgir del fondo de mi memoria, con la tristeza del recuerdo y el esplendor de la distancia, como bandada de cisnes, en noche sombría, de las ondas oscuras de un lago, al furor ambarino de la luna, el recuerdo fugaz de días anteriores, pasados en compañía de la más hermosa, de la más altiva, de la más encantadora y de la más espiritual de las mujeres. Ella ha estado, por largo tiempo, entre nosotros. Vivía oculta, como planta exótica, en regio invernadero, rodeada de una corte pequeña de admiradores. Todos experimentaron, con insólita paciencia y amarga voluptuosidad, el yugo de su belleza y la fascinación de sus encantos. Era una Recamier a quien le ha faltado su Chateaubriand. Hoy, que un bajel la conduce, en su seno amoroso, hacia el país de sus ensueños, donde florecen, como en el de Mignon, el verde mirto y el copioso laurel, puedo hablar de ella, sin pronunciar su nombre, porque nunca me lo perdonaría, tratando de poner en relieve sus asombrosas cualidades.
Hace algún tiempo que la conocí, en su propia casa, a los pocos días de volver a estas playas que la vieron nacer. Tenía el desarrollo de la rosa abierta, próxima a caer del tallo, pero exhalando todavía su perfume primaveral, su cuerpo ostentaba la majestad que impone y la elegancia que seduce. La naturaleza le había regalado una cabellera oscura, rizada por sí sola, como las ondas marinas, que caía majestuosamente sobre sus espaldas; unos ojos negros y rasgados, con el brillo del terciopelo, húmedos de voluptuosidad; una boca pequeña, de labios purpúreos y sonrisa maliciosa, iluminada por el brillo de sus dientes nacarados; y una barba correcta, cubierta de finísimo vello, como la corteza del albérchigo, donde se acentuaba su energía atemperada por la gracia y la delicadeza femenina. Su fisonomía inteligente, adivinaba los más recónditos pensamientos de sus interlocutores. Y de toda su persona, como de un cofre de madera preciosa, acabado de abrir, emanaba ese perfume enervante y confuso, desprendido de su piel aterciopelada, de sus encajes primorosos y de sus esencias sutiles ya evaporadas, ese perfume de mujer elegante, que embriaga como un vino exquisito y se infiltra por los poros de nuestra carne sensual.
Después de haber pasado su vida en las grandes capitales europeas, volvió a La Habana, siendo una extranjera en su propio país. Temía ser tachada de excéntrica y no se presentaba en los salones. Establecióse luego, en modesta casa, fuera de la población. Al poco tiempo, la había transformado en el nido más delicioso que se puede soñar. Su saloncito, mezcla de alcoba elegante y de estudio pictórico, se abría al frente de un jardín, sombreado de árboles y de plantas floridas. Ofrecía un conjunto bastante original. Fino papel de color gris perla, rameado de flores otoñales, cubría la desnudez de las paredes, anchas cortinas, de un rojo sombrío, colgaban de las ventanas copiando en su transparencia la silueta robusta de los árboles hojosos. Una lámpara de bronce, con esmaltes japoneses, compuesta de tres luces, arrojaba su límpida claridad, cuyo brillo atenuaban las pantallas de matices pálidos, que coronaban los globos de cristal. En un ángulo del salón, sobre un caballete de madera, incrustado de bronce, descansaba el retrato de aquella mujer, vestida de japonesa, con su peinado alto, atravesado de horquillas de oro, bajo el quitasol abierto, pintado de cigüeñas y de mariposas. En otro extremo, una planta tropical, en un vaso japonés, abría el abanico de sus hojas verdes. Un piano abierto despojado de la simana de seda roja, bordada de oro, mostraba la blancura de sus teclas. Espejos venecianos, con marcos broncíneos, donde revoloteaban ligeros amorcillos; jarrones de porcelana chinesca ornados de dragones y quimeras; mesas de laca, incrustadas de nácar, cubiertas de un pueblo de estatuitas; todo lo que la mente sueña, el arte encanta y la riqueza proporciona se hallaba colocado, como por manos de rubí, en aquel lugar.
Allí, en aquella estancia, donde se respiraban, como en adorado santuario, perfumes enervantes, recibía a sus admiradores. Vestida elegantemente, con su traje de castellana, hecho de una bata de gasa blanca, sujeta con un cinturón imperial, sobre la cual caía una polonesa de seda, bordada de flores, sin abrocharse por delante; se colocaba indolentemente en ancha otomana, entre cojines perfumados, mostrando su lindo piececito, cubierto de medias finísimas, sobre una banqueta de terciopelo azul, guarnecida de flecos de oro. Parecía una reina de los antiguos decamerones. Su cetro era un abanico de plumas, polvoreado de chispas de piedras preciosas. Un ramillete de flores, colocado en su seno, se deshojaba lentamente, al compás de sus movimientos, arrojando sobre la delantera blanca de su traje una lluvia perfumada de pétalos rosáceos, carmíneos y morados. Y las horas pasaban, aladas y alegres, en tan deliciosa compañía, hablando de todo, hasta de los temas más peligrosos, que ella bordaba de anécdotas interesantes, de pudores exquisitos, de variaciones oportunas y de reticencias encantadoras.
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Donde quiera que viva, ya en la patria, ya en el extranjero, guardaré eternamente su recuerdo, como el náufrago conserva el de la estrella polar que alumbró su camino, en horas de tribulación, mostrándole compasiva su rosa de fuego entre las tinieblas profundas de la noche y sobre las olas encrespadas del abismo.