En otras culturas existe la leyenda oscura del Hombre del Saco, pero Cuba tuvo a un hombre de saco oscuro que fue toda una leyenda. Con su sempiterno “blazer” sobre los hombros, abrigándose de sabe Dios qué fríos, Alfredo Guevara acaba de morir a los 87 años de edad, del corazón: quizás se le gastó de tanto ponérselo a la vida.
Alfredo fue un personaje singular, indudablemente surrealista: ¿se imagina pasar de ser asistente de producción de Luis Buñuel a ser un torturado y luego un protagonista de la Revolución? Quizás en aquellos años de lealtades forjadas al filo de la muerte, está el germen de su leyenda de intocable, de tipo duro con apariencia frágil.
Recuerdo haberlo visto par de veces, la última hace apenas cinco meses, inaugurando el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, la delirante noche en que Fito Páez se vistió de rojo para cantar con los Van Van.
Esa noche lo vi de lejos, pero la primera vez incluso le hablé, tras sobrevivir a un alud humano ante el Acapulco, para ver La Niña de tus Ojos. Aquello parecía un San Fermín en plena Avenida 26. Ya era de noche, y nadie quería rendirse. Cuando la avalancha humana arremetió contra las puertas, salí disparado a un lado, mientras una venerable profesora rodaba por los suelos, en una grotesca imagen de cuán bárbaros nos pueden poner, paradójicamente, las ansias de cultura.
No valía la pena arriesgar mis espejuelos por una película que, total, logré ver al otro día sin tanta masacre, así que me alejé de aquel infierno. Oscurecía, y a la altura del Cementerio chino me topé con lo más parecido a un “aparecido” que haya visto cerca de camposanto alguno: era Alfredo Guevara.
Uno realmente nunca está preparado para encontrarse con una personalidad, y menos para encontrársela solitaria, en una oscura cuchilla habanera. Pero ahí estaba Alfredo, cruzado de brazos, mirando el bayú en lontananza, perdido en sus pensamientos, hasta que un insolente desconocido (yo) interrumpió sus cavilaciones:
“¡Coño Alfredo, esto no es fácil!”, le solté.
“¿Qué te pasó?”, respondió, sorprendido pero sonriente…
“Que parecemos animales, compadre, mira que desastre por una película”.
“Imagínate…”, dijo, encogiéndose de hombros, para seguir en lo suyo mientras yo me alejaba junto a una socia que me preguntaba de dónde yo conocía a Alfredo Guevara. “De la televisión. Y de ahí atrás”, confesé.
Pasaron los años, y como todo cubano que se crea medianamente intelectual, siempre seguí con atención cada criterio que emitía Guevara. Para muchos, la suya era santa palabra. Me lo confirmó un viejo compañero de beca, Leandro Estupiñán, autor de quizás la entrevista más inquisidora y profunda que le hicieran a Alfredo.
El Leo publicó su charla bajo el título de “El peor enemigo de la Revolución es la ignorancia”, y resultó un testimonio contundente sobre el proceso cubano tanto por las preguntas sin miedo del entrevistador como por las respuestas valientes del entrevistado.
Alfredo tampoco estuvo exento de polémica, ni la rehuyó. En aquel diálogo advertía que estaba por la juventud, pero por la juventud con talento. Tenía claro que la juventud no tiene que ver precisamente con la edad.
Alfredo Guevara se fue, y con él se llevó muchos secretos, entre ellos, el por qué de su inseparable saco oscuro sobre los hombros. Cuando Amaury Pérez se lo preguntó, el revolucionario de vanguardia – y valga la redundancia- le respondió entre risas:
¡Cualquiera sabe!
Se fue el hombre de la americana en hombros, el del saco siempre a cuesta. Se apaga la vida fecunda de Alfredo Guevara, un icono del cine cubano y latinoamericano. Lo voy a recordar en la noche en que lo evoqué junto a Pedro Almodóvar en una calle de Madrid, cuando le comenté al director español que le faltaba la película sobre la vida de Guevara, y Pedro me dijo que con Alfredo siempre había que quitarse la americana. Hasta siempre Guevara, maestro!