Batista había huido durante la madrugada del día primero. Temprano en la mañana, la noticia se había expandido como la pólvora y la gente se tiraba a las calles. El fantasma de la Revolución del 30 preocupaba, pero esta vez no hubo mayores incidentes, aunque la confrontación con ciertos sicarios que no habían podido escapar produjo varias muertes en ambos bandos y se verificaron algunos excesos en La Habana.
En Santiago, Fidel Castro lanzaba por la radio la consigna de la huelga general ante la movida de Cantillo y el intento de arrebatarle el poder a manos de una tercera fuerza, la clave de una política que nació torcida, básicamente porque apostó a lo seguro de su hombre fuerte y no a lo imposible: nada contra el ejército.
Los mambises esta vez sí habían entrado en la ciudad. En Las Villas, Camilo Cienfuegos y Ernesto Che Guevara recibían la orden de marchar hacia la capital. “Cuiden la Revolución, muchachos”, dijo un connotado asesino cuyo sombrero volaba en el aire ante el pelotón de fusilamiento, uno de esos momentos trágicos testimoniados por la revista Bohemia. En su discurso en el parque Céspedes, el joven abogado de verdeolivo había pronosticado: “Por eso ha de caracterizarse, precisamente, la Revolución, por hacer cosas que no se han hecho nunca”.
Los cubanos, en efecto, se dedicaron a hacer cosas que no habían hecho nunca. Denominaron al 59 el Año de la Liberación. El nacionalismo radical les llevaría a tomar el control de los recursos del país, como lo había trazado Antonio Guiteras durante aquella revolución que se había ido a bolina y aparecía en el Programa del Moncada.
Empezaron por una Ley de Reforma Agraria que golpeó tanto a los latifundistas locales como a los extranjeros y sentó una de las bases del conflicto con el vecino, desde entonces inscrito en piedra. Nacionalizaron las propiedades foráneas y las refinerías de petróleo, lo cual condujo a una alianza estratégica, no exenta de conflictos, con una superpotencia ubicada a 9 550 kilómetros, otra cosa que no se había hecho nunca.
Fueron expulsados de la OEA y aislados por los gobiernos latinoamericanos, con la única excepción del mexicano, entre otras razones porque este percibía en el proceso un reflejo de su propia experiencia y del cardenismo. Enterrando a sus muertos, declararon el carácter de todo aquello con los fusiles levantados en una famosa esquina del Vedado: “somos socialistas, pa´lante y pa´lante y al que no le guste que tome purgante” –se cantaba en las calles. Durante los momentos más álgidos, los milicianos marchaban: “Uno, dos, tres, cuatro, comiendo mierda y rompiendo zapatos”.
Derrotaron en tiempo récord una invasión organizada en Guatemala por la CIA, ese fiasco perfecto que el presidente Kennedy heredó de su predecesor. Fueron escenario del incidente más peligroso de la Guerra Fría con una Crisis que puso al mundo al borde del holocausto nuclear. En sus cantos echaron mano a expresiones no tan nuevas: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”. Era la Revolución de la pachanga. Una nueva palabra quedó codificada en el vocabulario: “embargo”, que los de la Isla llaman de otra manera: bloqueo.
Después proclamaron que la cordillera de los Andes sería otra Sierra Maestra, un modo de expresar un aliento de empatías que había empezado por una expedición a Dominicana en el propio 1959, pasado por la asistencia a Argelia en su lucha contra el colonialismo francés y por la experiencia del Che en Bolivia.
La política tomó por asalto a la economía, y la estatización devino la norma. Quisieron emprender la construcción simultánea del socialismo y el comunismo, un experimento que terminaría contra el diente de perro de las realidades.
Bautizaron a 1969 como el Año del Esfuerzo Decisivo, etiqueta sobrecogedora por su nivel de idealismo voluntarista. La Zafra de los Diez Millones, llamada a dar el gran salto hacia adelante, constituyó otro de los capítulos frustrados de esa época y lo que marcaría el fin de la heterodoxia y la orientación definitiva hacia el bloque soviético, del que se copiaron algunas cosas y otras no.
La Campaña de Alfabetización, emprendida por adolescentes imberbes y señoritas de la casa, sentó las bases de una poderosa revolución educacional que se extendería en el tiempo. Trajeron a las campesinas a estudiar en las mansiones de Miramar. Cerraron los prostíbulos y pusieron a las lobas en las gasolineras. Y los casinos de la mafia. Abrieron a la vecinería las universidades y los clubes de las élites, a los que el propio Batista no había podido entrar por su condición étnica, aunque a la larga el racismo perviviría de varias maneras en el tejido social.
Bajo el peso de la geopolítica, miles marcharon a un exilio del que no hubo regreso.
Se dividieron las familias. Unos se dedicaron a edificar el moderno Miami y una industria de la nostalgia sobre la Cuba de ayer. Los de la Isla inauguraron la Imprenta Nacional de Cuba con una tirada gigantesca de El Quijote y fundaron instituciones vírgenes, como un instituto para desarrollar el nuevo cine y una Casa para la literatura latinoamericana, pero terminarían excluyendo obras y autores por ser considerados políticamente incorrectos, como ocurrió con El Puente en 1965.
Creer o no creer en lo trascendente fue una de las líneas divisorias, y el exceso de masculinidad otra de las piedras de toque.
Desde Aristóteles, la Historia es el dominio de lo que fue, no de lo posible. Imaginar escenarios alternativos puede constituir un buen ejercicio ficcional y hasta apasionante si se quiere, pero siempre será como optar solo por los músculos y dejar marginados a los huesos.
“Lo malo de las revoluciones es el polvo que dejan en el aire cuando terminan.”
Jose Antonio Saco