Este martes María Antonia regresó puntualmente al Templete, el sitio que, como muchos habaneros, visita año tras año cada 16 de noviembre “llueva, truene o relampaguee”. Llegó junto a una sobrina desde Marianao ―donde vive―, porque su hija tenía que trabajar y no podía acompañarla como otras veces.
“Ella no quería que viniera, no fuera a haber problemas en la calle, pero yo no podía dejar de cumplir con la ceiba y pedirle mis deseos”, dice la mujer de 76 años, de voz y andar firmes todavía. “Antes”, me cuenta, vivía más cerca, en el barrio de Los Sitios y venía caminando sola o con su esposo, pero desde que enviudó hace unos años se mudó con su hija y depende del transporte público para venir hasta la Habana Vieja.
Como ella, decenas de personas iban llegando sobre las 10:00 de la mañana a los alrededores de la Plaza de Armas y poniéndose en fila a un costado del Templete, la edificación que conmemora la fundación de La Habana en 1519. Allí, donde la noche previa se realizó la ceremonia oficial por los 502 años de la otrora villa de San Cristóbal, las personas esperaban ahora tranquilas, mayormente en silencio, por su turno para darle tres vueltas a la ceiba que allí se levanta en recuerdo del árbol fundacional.
Llegado el momento, autorizados por los trabajadores del lugar, los visitantes realizaban sus giros, con una mano en el tronco joven de la ceiba, y dejaban caer o depositaban directamente algunas monedas y billetes en sus raíces, mientras pedían los deseos que los impulsaron hasta allí. Así lo hicieron María Antonia y su sobrina Eliza, quienes, a diferencia de otros asistentes, no besaron el árbol ni le dieron un móvil a alguien para que las filmara o tomara fotos mientras cumplían con el ritual legendario.
“Eso no es importante, lo importante es lo que uno pide y la fe con que lo hace”, afirma la anciana, quien, contraria a cierta creencia popular, no tiene reparos en comentarme sobre sus deseos. “Pedí para mi familia, salud y fuerza, para mi hija que se pasa todo el día trabajando, y mi nieta, que vive en Francia y que, por suerte, no ha estado aquí con esto de las protestas. Y también pedí para Cuba, para que la situación mejore y no se repitan las cosas feas que hemos tenido que vivir en los últimos tiempos.”
“¿Y para usted no pidió?”, le pregunto sorprendido. “Ay, mijo ―me responde―, yo soy una vieja dura y quisiera poder ver esa mejoría. Pero no sé si el tiempo me va a alcanzar para eso. Me conformo con que mi hija pueda vivirla, y también mi sobrina y la gente más joven en general. Que puedan tener un futuro aquí, trabajando, y no estén peleándose unos contra otros, o pensando en irse del país para mejorar.”
“A lo mejor le estoy pidiendo demasiado a la ceiba ―añade―, pero quiero creer que no. Tengo fe en que no. Porque si de entrada no creemos que nuestros deseos pueden cumplirse, ¿de qué sirven entonces?
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Este 16 de noviembre en el centro histórico habanero el sol despuntó sin quemar demasiado en un cielo azul de nubes esponjosas, blancas en su mayoría, a diferencia del tono invernal de la jornada anterior.
También el ambiente era más distendido que la víspera, cuando las expectativas en torno a una posible marcha opositora enseriaron el rostro de la cotidianidad habanera e hicieron ver más policías en calles y esquinas, aun cuando su despliegue no se acercase al de los días posteriores a las protestas antigubernamentales del 11 de julio.
Finalmente, no hubo marcha. La ciudad vivió el lunes en aparente normalidad ―con el reinicio de las clases en las escuelas primarias y de los vuelos internacionales a gran escala―, muchas personas siguieron en sus labores y colas habituales, activistas opositores denunciaron detenciones, acoso y actos de repudio en su contra para impedirles marchar, y las autoridades consideraron la convocatoria una “operación fallida” y celebraron que la jornada fuese un “día festivo” en la Isla. Y en la noche, en El Templete, La Habana conmemoró formalmente sus cinco siglos y dos años de fundada.
Horas después, justo el día del aniversario, la pequeña edificación inaugurada en 1828 tenía un público diferente, quizá menos nutrido, pero más popular y ajeno a las liturgias oficiales, que llegó hasta el lugar por sus propias razones y con sus propios medios, y al que los ecos de la atípica jornada anterior no le frustraron los ánimos.
“Todavía no ha venido tanta gente, pero es temprano ―me comenta uno de los porteros cuando le pregunto por la afluencia de personas―. Más tarde empiezan a llegar más, cuando avance el día. Siempre es así.”
“Puede que haya personas que estén un poco cohibidas con lo de ayer, pero al final, por suerte, no pasó nada. Si hubiese pasado algo como lo del 11 de julio el panorama de seguro sería diferente, aunque siempre viene gente. Hasta lloviendo”, añade.
Este martes, afortunadamente, no llueve. Las personas hacen la cola, solas o en familia, y van entrando en pequeños grupos al jardín del Templete, a medida que los porteros autorizan su paso. Tal vez por la connotación del momento, tal vez por el contexto en que sucede, muchos lo viven con introspección, aunque alguno que otro destaque por sus maneras, y luego se retiran en calma, sin aspaviento, y rechazan con más o menos gentileza mi invitación a conversar, a contarme sobre sus peticiones y expectativas.
“Los deseos no se cuentan”, me dice más de uno, a diferencia de María Antonia, o simplemente se niegan con un gesto. O como Arturo y Yamila, una pareja llegada desde Lawton, me responden con generalidades ―que igual agradezco―, como que pidieron salud y prosperidad para ellos y su familia, y que el país pueda “salir adelante”.
Aunque igual encuentro excepciones como Luisa, deseosa de que su hijo y su nuera, colaboradores médicos en Venezuela ―donde la situación “aunque ha mejorado algo, sigue complicada”, comenta―, puedan regresar “sin problemas” a Cuba cuando terminen su misión. O como Mireya, toda de blanco, con sus collares y pulseras de santería, que tampoco me esconde uno de los motivos de sus vueltas a la ceiba: su sobrino, del que no quiere decirme el nombre “para no enredarlo más”.
“Está preso desde julio y le piden varios años, pero él no hizo nada malo ―asegura―. A otros muchachos del barrio los soltaron, pero parece que la tienen cogida con él, porque él sí no se calla la boca y dice lo que piensa de frente. Y eso cae mal, usted sabe. A lo mejor si hubiese estado en la calle lo hubiesen vuelto a coger por estos días. O le hubieran hecho un acto de repudio, de esos que le hicieron a la gente de la marcha. Pero, al menos, hubiera estado con nosotros en su casa…”
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Mientras la fila alrededor del Templete va caminando pausadamente, el sonido de un redoblante hace a varios dirigir sus pasos y miradas al otro extremo de la Plaza de Armas, hacia el frente del Palacio de los Capitanes Generales. Allí, una pequeña ceremonia con soldados de uniforme colonial y nasobuco, oradores y fotógrafos, reúne a convocados y curiosos en torno a la escultura de Eusebio Leal, inaugurada la noche antes por el presidente cubano, en un homenaje al desaparecido Historiador de La Habana. Tras las palabras y evoluciones de rigor, algunos se acercan a la estatua, la tocan, se fotografían junto a ella, confirmando el nacimiento de una nueva atracción.
“Ay, Eusebio ―escucho decir a una señora―, como se te extraña…”
Más allá de la Plaza de Armas, el centro histórico habanero luce tranquilo, con algunos turistas ―todavía muy pocos en comparación con otros tiempos― desandando las calles y lugares más vistosos, varios incluso sin mascarilla. También transeúntes habituales o de ocasión, como los reunidos en las afueras de la Lonja del Comercio por trámites del Consulado de España ―tantos o más que los asistentes al Templete que, por demás, tampoco prefieren comentar sobre sus planes y deseos, “no vaya a ser…”―, trabajadores de la Oficina del Historiador en plena faena reconstructiva, y la propia gente de la zona, que cambia su fisonomía de una cuadra a la otra, a veces, incluso, bruscamente, al cruzar una calle o doblar una esquina.
La galanura de las obras restauradas da paso a otras que esperan aún su oportunidad, a vías agrietadas y edificaciones precarias, donde las personas parecen a años luz del glamour turístico que intenta renacer unos metros más arriba, atizadas por el apremio de la cotidianidad y la supervivencia. Con el cambio de paisaje crece también el trasiego citadino, el bullicio, las colas, el pregonar de los vendedores ambulantes, la atmósfera barrial, dibujada con sus solidaridades y carencias. La vida en estado puro, donde tampoco faltan los deseos. Mas bien, todo lo contrario.
Allí, a la entrada de un derruido edificio vecinal, intento preguntarle los suyos a un hombre sentado en una improvisada banqueta. El hombre, de unos cincuenta y tantos, me observa con sospechas, por más que le muestre mi credencial de prensa y le repita que no trabajo para los medios nacionales. Su recelo es tan afilado como su mirada, pendiente no solo de mí, sino de algo más que no logro adivinar. Como un centinela. Finalmente accede a responderme, aunque sin decirme su nombre ni revelarme su profesión. “En silencio ha tenido que ser”, se limita a citar con sorna la frase martiana que dio título a una popular serie televisiva de finales de los 70.
“¿Qué voy a querer, ecobio? ―me pregunta con aire retórico― Lo que quiere todo el mundo: tener salud, vivir mejor y también la familia, que no me falte el dinero”. “Lo demás es basura”, acota, aunque esta última palabra no fue la que utilizó exactamente. “¿Y no te interesan otras cosas, no sé, algún cambio o mejoría para el país?”, trato de azuzarlo y veo cómo se aviva su desconfianza, cómo sus labios se aprietan en un rictus repentino. “Pues mira que sí ―me responde tras unos segundos de tensión―, claro que quiero que las cosas mejoren. Que la gente levante cabeza y que haya más comida, que es lo principal. Me da lo mismo cómo sea. Pero eso por ahora lo veo difícil, así que con que las cosas no se compliquen más y yo pueda seguir tranquilo en lo mío, me doy con un canto en el pecho”.
“Pues, chico, la lista es tan grande que no sabría por dónde empezar”, me contesta, por su parte, Eugenio, un antiguo profesor de secundaria que sí no tiene problemas con decirme su nombre. Él, me dice, pensaba ir más tarde a darle sus vueltas a la ceiba y pedir, entre otras cosas, por La Habana, ahora que ya no está Eusebio Leal para cuidarla, y también por su hija y sus nietos, que viven en los Estados Unidos y a los que no ve hace más de cinco años. “Mire, periodista, yo soy un tipo revolucionario, con donaciones de sangre y unos cuantos trabajos voluntarios en mi espalda, que nunca le he robado a nadie y lo único que he hecho toda mi vida es trabajar y enseñar lo mejor posible a mis alumnos, y porque mi hija viva fuera no he dejado de pensar como pienso, así que no hay quien me señale con un dedo”, apunta.
“Por eso le digo ―añade― que este país lo que necesita es que la gente trabaje, de verdad. Y que se sienta estimulada a hacerlo. Porque los americanos pueden incluso quitar el bloqueo, que si no se trabaja como es no creo que vayamos a mejorar mucho. Ahora mismo hay mucha gente en el invento, en el robo, en la corrupción, a todos los niveles, tratando de aprovecharse de los demás, y eso es fatal. Y esa mentalidad no se cambia ni con marchas ni con consignas, del bando que sean. Así que si me pregunta qué quiero para Cuba yo le diría que trabajo y más trabajo, pero del bueno, del que produce y ayuda a la gente a progresar. ¿Qué le parece?”
Vida y Libertad
Democracia y Justicia
Ley y Progreso
Pero sobre todo que se VAYANNNN YAAAAAAAAAAAAAAAA