Mi familia santaclareña vive frente por frente a la línea del Ferrocarril Central. De niños, mi hermano y yo solíamos velar el paso de los trenes. Uno era mío, otro de él, y así sucesivamente. Ganaba el que al final del día tuviera más vagones a su favor.
A mi tía le hacía gracia aquello y, desde la cocina, participaba del juego adivinando cuál convoy aparecía en la curva de la loma del Capiro. “Ese es el Bayamo-Manzanillo”. “Este otro es el guantanamero, viene con diez minutos de atraso”. Casi siempre acertaba.
Hoy los tres nos moriríamos de tedio con dicho pasatiempo. Sobre la vía férrea puedes ponerte a jugar ajedrez y, por muy reñida que esté la partida, no tendrás que recoger el tablero ante el pitazo de una locomotora.
El ferrocarril cubano anda de rieles caídos. Ya no se habla de la tan mentada inversión de seiscientos millones de dólares que le devolvería el esplendor que nunca tuvo. De las locomotoras chinas —recibidas con honores de jefes de Estado hace casi una década— ya nadie se acuerda, y aunque los rusos acaban de firmar un acuerdo para suministrarnos poco menos de una veintena en los próximos años, estas solo servirán para alargar la agonía de un medio de transporte que debía primar en una isla larga y estrecha como la nuestra.
El Ferrocarril Central —como la Autopista Nacional, la Este-Oeste y tantas otras obras— se sumó hace rato a la larga lista de proyectos de transporte nunca culminados. La anunciada compra a los chinos de modernos vagones que sustituirían el viejo parque para el transporte de pasajeros quedó en eso. Aún así, hay gente que osa viajar en tren, pues sigue siendo el medio menos caro para ir de oriente a occidente y viceversa. El boletín puede decir cualquier cosa, pero uno nunca sabe a qué hora saldrá y mucho menos a qué hora llegará a su destino.
Hace diez años juré no montarme más en un trasto de esos. Mi hijo —por entonces en preescolar— y yo tomamos el espirituano para regresar a la capital, y el trayecto Santa Clara-La Habana, de alrededor de trescientos kilómetros, lo hicimos en veintiún horas.
Las autoridades del Ministerio de Transporte han declarado públicamente que la velocidad promedio de los trenes cubanos es de cuarenta kilómetros por hora, un tilín más rápidos que el Bejucal-La Habana que inauguró en la primera mitad del siglo XIX el transporte ferroviario en América Latina. No sé si algún pasajero pudo oír el dato en su radio mientras sufría el caluroso, oscuro e incómodo viaje en uno de esos vagones de más de cinco décadas de uso. Casi seguro que se abstuvo de mearse de la risa para no tener que acudir al maloliente baño.
A la línea central nunca se le construyó, salvo en muy cortos tramos, una segunda vía. Las ya viejas traviesas ceden y los avisos de peligro abundan. La modesta cifra de cien kilómetros por hora sigue constituyendo una quimera.
La Estación Central pasa ahora por una reparación que —a juzgar por las pancartas— la convertirá en una moderna edificación que hará más “próspera y sostenible” la espera. Como será un contrasentido bajar por una escalera eléctrica para abordar trenes “de vapor”, es de desear que en su reinauguración podamos subir a algún que otro coche con menos años de explotación.
Habrá que esperar todavía mucho tiempo para soñar con un tren ultrarrápido Habana-Santiago. Pero es un orgullo saber que nuestros trenes, desde hace décadas, son de bala.
Los trenes siempre fueron una odisea,a finales de los 70 viaje desde Santiago a la Hanana y lo único que pude comer fue unos mangos viscochuelos que mi prima traía en una caja,en el tren no había nada para comprar,suerte que los mangos estaban maduros.
Ese es un tren de primer mundo comparado al que tenemos aqui en Costa Rica….la que llamamos la Suiza centroamericana….