En los años 80, cuando las grandes computadoras apenas se veían en algunos lugares de Cuba, era un sueño pensar en tener otra cosa que facilitara tanto la vida humana. Por aquel entonces cualquier equipo vinculado a las comunicaciones era una muestra abrumadora de desarrollo. Eso pasó con el telex.
El telex fue como “el padre” de los correos electrónicos. Si no sabe lo que es un telex, recuerde lo que había en las oficinas de correos tres décadas atrás. Era una máquina de escribir enorme, que permitía enviar la comunicación luego de ser tecleada.
No solo las oficinas de correos contaban con telex, el cual además debía ser operado por una persona, casi siempre mujer. En los centrales azucareros también existían estos equipos y sus correspondientes “operadoras”. Esas máquinas requerían de gran atención porque, aunque era habitual que quienes se encargaban de ellas eran diestras mecanógrafas, un error podría representar un despliegue en la empresa que no se requería.
En medio de la zafra andar tantos días transmitiendo datos, recibiendo y enviando información del central a la provincia; agotaba a más de uno. Y fue el agotamiento quizás, el entretenimiento tal vez el causante de la anécdota que les traigo.
Todo comenzó cuando en un centro de acopio, perteneciente a un ingenio de la región central del país “de cuyo nombre no quiero acordarme”, se solicitaba, con urgencia, una persona para reparar una rotura.
El mensaje fue dado desde el acopio al central, vía telefónica. La operadora del telex lo envió a la de la instancia provincial. También por telex le respondieron a la operadora del central. Hay que reconocer que era muy diestra la operadora del departamento provincial pero no precavida, y no tuvo a bien revisar lo que enviaba. Allí iba la noticia de quién era y cuándo llegaría la persona solicitada.
Cuando llegó la respuesta se armó una verdadera revolución en la empresa azucarera. Se engalanó el batey, se prepararon poesías y canciones con los niños de la escuela cercana.
“Bienvenido Embajador de Corea”, se leía en un cartel desplegado sobre el basculador. Todos los trabajadores esperaban. Se detuvo una guagua en la parada cercana. De ella descendió un hombre alto, vestido con overol y maleta en mano. Silencio total en el batey. El director del centro, al ver que nadie más acompañó al visitante preguntó.
-Bueno y, ¿dónde está el Embajador de Corea?
A lo que el recién llegado acotó:
-No sé, a mi me mandaron de la provincia para el centro de acopio. Ellos me dijeron que habían pasado por telex que estaba en camino un “empatador de correa”, y aquí estoy.
Ya ve usted, de “Embajador” a “empatador” hay varias letras, pero de Corea a correa solo una. Esos cambios de caligrafía fueron suficientes para que la anécdota se recuerde todavía, y no dudo que ocurra en estos tiempos, por muy modernos que sean los medios de comunicación.