Las Cuevas de Bellamar son mucho más que un domingo de excursión gobernado por la belleza de sus estalactitas y estalagmitas. En realidad, detrás del Manto de Colón, el Lago de las Dalias, la Garganta del Diablo y el Baño de la Americana se esconden historias magníficas en las que sobresale, de manera particular, Don Manuel Santos Parga, su descubridor. Él fue un hombre de riesgos que a pesar de ignorar las sutilezas de la física cavernaria se convirtió, gracias a su curiosidad y perseverancia, en el precursor de la espeleología cubana.
La vida de Don Manuel antes de llegar a Cuba es una incógnita. Se sabe que nació en 1813 en el poblado de Santa María de Viveiro, provincia de Mondoñedo, Galicia –desde 1982 es solo Viveiro, provincia de Lugo– y que sus padres fueron Baltasar Santos y Manuela Parga del Solar. Nada más. No se ha podido precisar el día y el mes de su nacimiento ni la fecha de su entrada a la Isla, posterior, sin dudas, al arribo de su hermano José María, encargado de acoger al inmigrante.
Después de aprender a beber ron de caña y café fuerte, Don Manuel, con una espalda de gladiador y piernas como zancos, comenzó a trabajar como empleado en minas y el 8 de marzo de 1859 le compró la finca La Alcancía a Severino Caraballo a un costo de tres mil pesos. En esta propiedad, de cuatro y media caballerías de terrenos calizos, ubicada en el municipio de Santa Ana, no lejos de la ciudad de Matanzas, construiría un horno de cal próspero y de un buen nivel técnico.
Santos Parga se convirtió en un soltero muy codiciado y el 8 de enero de 1861 contrajo matrimonio con Josefa Agustina Verdugo de la Secada, una preciosura de diecinueve años, natural de Tuy, Pontevedra, con la cual tendría cinco hijos: José Manuel, Ángel Benigno, María Josefa Isabel, María de los Dolores –fallecida cuando era una niña– y Justo Francisco, su principal heredero.
Vinculado al negocio inmobiliario en una época de apogeo constructivo en Matanzas, el gallego recibió su primera gran oportunidad antes de matrimoniarse, en mayo de 1860, con el inicio de la edificación del célebre teatro Sauto. El arquitecto Daniel Dall’Aglio lo contrató entonces para que se encargase del suministro de cal. Poco faltaría para que una sorprendente e inesperada notoriedad transformara su estampa de tipo belicoso y mundano.
Todo ocurrió como en las novelas de aventuras. En febrero de 1861 un grupo de sus trabajadores laboraban en la cantera de cal de La Alcancía, achicharrados por el sol del trópico y cansados a más no poder. Entonces, Justo Wong, de origen chino como sus compañeros de faena, lanzó un golpe con una dura barreta de acero para tratar de remover un canto y, de pronto, ante el asombro de todos, la herramienta resbaló de sus manos y desapareció bajo la tierra.
Enterado, Don Manuel ordenó al mayoral de La Alcancía la investigación del suceso. Pero una cosa era dar la orden y otra bien distinta hacerla cumplir a riesgo de ganarse un chichón. En verdad, nadie quería agrandar el agujero. Podría tratarse de la boca del infierno o de un abismo que que podría ir a parar vaya uno a saber. Así, pasaron dos meses hasta que el propio gallego de Viveiro, con cuarenta y ocho años de resabios, decidió meterse personalmente en el hoyo abierto por el chino Wong. Estaba dispuesto a vencer el misterio y el temor de la gente con velas de doble pabilo, antorchas y algunas cuerdas de fibra vegetal tensadas por sus manos grandotas y fuertes.
El escritor costumbrista José Victoriano Betancourt, en su folleto Descripción de la Cueva de Bella Mar en Matanzas, impreso en 1863, brinda detalles de lo ocurrido aquel el 17 de abril:
… un día se fue él con la gente al punto en que había desaparecido aquella [la barreta], ordenando se trabajase allí, y apenas se había abierto un espacio de poco más de una vara, salió por el agujero practicado una gran corriente de aire repugnante de olor caliente y humoso; no retrajo a Parga eso, sino antes por el contrario, continuando el trabajo pudo convencerse de que era la entrada de una cueva. Con un arrojo que rayaba en la temeridad siguió ensanchando la abertura y más tarde aventuró un descenso empleando una escala que fue preciso alargar y llegando a lo que le pareció el suelo se encontró envuelto en tinieblas. Mas, como fuese él gran práctico en punto a minas, no se arredró y se propuso explorar la caverna, dominado por la idea de que allí había algo: era Colón entreviendo el Nuevo Mundo…
Pero las andanzas de Don Manuel estaban muy lejos de terminar aquí. Durante los años siguientes estuvo a punto de morir sepultado cuando intentaba llegar al Salón de las Nieves; recibió con honores a un príncipe ruso, hijo del zar Alejandro II; detuvo, pistola en mano, a un grupo de marineros ingleses que le cayeron a bastonazos a las formaciones cristalinas de Bellamar; y se batió a cuchilladas con dos terribles bandidos que incursionaban en las cercanías de sus tierras. Aunque esos, por supuesto, son ya otros relatos.
Uno de los lugares mas bello del subsuelo cubano, orgullo de los matanceros
Este artículo me llevo al igual que una novela, a imaginarme escenarios de una maravilla natural de la Isla de Cuba; lo que me despertó el deseo de ir a explorar las cuevas y poder sentir sólo un poco de la emoción que experimentó Don Manuel Santos Parga.
Quiero viajar a Cuba ya mismo!!
Muchas gracias Orlando. Como Cubana me has transportado a uno de los lugares que de niña visité viviendo una aventura que siempre recordaré y ahora de adulta me has regalado el placer de descubrirla nuevamente desde una óptica muy refrescante.