Las primeras reincorporaciones del mito afrocubano se verifican en la poesía cubana durante la primera mitad de los años 60, cuando algunos autores enmarcados dentro de la generación del 50 (Pablo Armando Fernández, 1930) y la segunda generación de aquella (Miguel Barnet, 1940, Nancy Morejón, 1944) alcanzan su madurez o comienzan a estructurar su concepción del mundo.
En general, la mirada contemporánea a este problema suele apreciarse mejor si se distinguen en ellos tres grandes líneas o vertientes. Aunque resulte casi innecesario subrayar que no operan de forma pura y frecuentemente se confunden y entremezclan, cabría distinguir, en primer lugar, la existencia de una perspectiva que aborda lo negro como tema y como objeto poético directo, como personaje y protagonista.
Este tratamiento, contenido de manera ordinaria dentro de la línea de la llamada poesía social, aporta la reflexión acerca de la esclavitud y el cimarronaje, y se verifica en poemas a la manera de “Anuncios”, de Pablo Armando Fernández (Toda la poesía, 1961); “Madrigal para cimarrones”, de Nancy Morejón (Octubre imprescindible, 1982) y “El palenque”, de Cos Causse (Balada de un tambor, 1983), un autor posterior cuya poesía apenas ha sido estudiada dentro y fuera de Cuba antes y después de su fallecimiento (2007).
Semejante perspectiva se manifestará asimismo como expresión de empatía hacia los negros en Estados Unidos, el Caribe y África, según se aprecia en “Estos fueron los hechos” (dedicado a Patricio Lumumba), de Pablo Armando Fernández; “Negros”, de Miguel Barnet; “Freedom now” y “Un manzano de Oakland” de Nancy Morejón, y “Leyenda y tributo a Marcus Garvey”, del propio Cos Causse.
Existe además un segundo tratamiento cuyo signo definidor sería la incorporación, a nivel de vivencias, de un conjunto de elementos provenientes de los distintas religiones populares de origen africano —santería, complejo religioso-cultural abakuá, etc.— en una dualidad interna: por una parte, asociados a la evocación y reconstrucción de un pasado familiarmente conocido y, por otra, como expresiones religiosas trasnculturadas.
En un tercer momento se puede advertir un ángulo que se caracteriza por la asunción de mitos y deidades mitológicas del universo afrocubano. Lejos de constituir un aspecto esotérico, lujoso o erudito, esto constituye una especie de reafirmación, de evidentes resonancias martianas, en el sentido de la validez de acudir a una mitología nuestra, susceptible de ser asumida en lo que tiene de poético, justamente en la dirección en que, con similar carácter, la literatura occidental ha trabajado los mitos de procedencia grecolatina, sobre todo a partir de las vanguardias. En el caso particular de América Latina, el nivel de comparación de esta intencionalidad se podría remitir al conocido empleo literario de mitos específicos de Nuestra América, lo cual no niega, sin embargo, la legitimidad de recurrir a un cuerpo mitológico europeo también nuestro.
Por último, continuando las pautas trazadas por la madurez creadora de Nicolás Guillén —con el que estos poetas conservan evidentes nexos de continuidad discernibles, por ejemplo, un poema como “Mujer negra”, de Nancy Morejón, que evoca a “Tengo” y “Vine en un barco negrero”— se produce una incorporación de lo negro en el mismo lugar en que se integran el discurso poético otros grandes temas como la familia, el amor y la muerte. En una palabra, no se asume como objeto de valor independiente y aislado, como centro único y absoluto en la creación literaria —lo cual, como es obvio, implica su inclusión dentro de un mayor nivel de universalidad y riqueza conceptual. Se trata de postulados identitarios que, en suma, determinan una visión peculiar de la realidad nacional contemporánea.