Nada es más importante que la vida, y pocas veces se comprende tanto el valor de la existencia como en una circunstancia donde corremos el riesgo de no estar más, de dejar atrás a los que queremos.
Las nubes y el cielo seguirán allí, piensa uno; los árboles, las aves y los perros, las rocas, los caminos de bordes enyerbados, las ciudades entripadas por las lluvias producidas caídas desde las inmensas nubes, las personas… No estar en ese cuadro es doloroso.
Desde que supimos del coronavirus cada uno de nosotros clasifica para no estar. Sin embargo, no fue hasta que la brutalidad de la muerte se nos puso delante que empezamos a entender el problema.
Yo mismo decía: “Es en China”. Me preocupaba, me dolía, pero… era tan lejos.
Incluso después de que la OMS decretara el carácter de “pandemia”, miles de turistas por todo el mundo, con boletos de avión, no vacilaron en marchar. Entre ellos, veo en la ciudad donde vivo, Buenos Aires, a muchos argentinos que hoy reclaman al gobierno para que los retorne a casa debido a los déficit de vuelos de las aerolíneas. El gobierno, lógicamente, los llama irresponsables.
Toda esa gente, como muchos, creíamos que el problema nunca se podría sentar junto a nosotros en el mismo banco. Incluso, lo subestimamos. De hecho, hay mucha gente que lo subestima hoy, que piensa que jamás les va a “tocar”, que “eso” sucede en otro lado, que la vida “aquí” es distinta, que “estamos preparados para vencer y venceremos”.
El problema es ya tan fuerte como la ameba alienígena de una película de Hollywood; y rápido se trasladó, se acercó a uno. No está solo en el banco, sino en todos lados; lo peor es que no le vemos.
La invisibilidad del nuevo enemigo deja a todos tan vulnerables que nos sentimos confundidos y perturbados. Es la reacción colectiva: el miedo.
Y no hay distinciones. Ante los ojos del virus somos iguales como al nacer.
Nadie es mejor o peor, más rico o más pobre, más lindo o más feo, tiene más o menos poder sea militante o no militante de esta causa o la otra, sea menos o más famoso; todos quedamos incluidos en el radio de posibilidades de padecer su efecto, que para los mayores puede ser mortal.
Apenas nuestras costumbres higiénicas, el resultado de lo que Darwin llamaba “adaptabilidad”, la resistencia del cuerpo en todo su devenir puede asegurarnos cierta ventaja, y solo la actitud prudente nos permitirá imponernos a la circunstancia si acaso nos toca padecer.
El aislamiento, la mutación a vidas virtuales que tanto criticábamos y criticaremos, resulta ya en este momento lo que nos permite seguir siendo humanos.
La realidad de una etapa de clausura, por otro lado, nos lleva a quererlo todo un poco más: a los amigos, a los familiares, a nosotros y hasta a los desconocidos; pero, también empezamos a idolatrar al parque de la esquina y el cielo; al árbol que no nació y hasta al río que nunca hemos visto.
Miles o millones de personas vivimos en lugares desde los cuales no se puede avistar el pasto o las ramas de los árboles reluciendo esta luz otoñal (igual da si es primaveral).
La misma cantidad de personas, o tal vez muchas más, ni siquiera tengan ventanas para percibir si es de día y de noche; sus espacios y vidas quedan subsumidos por pasillos laberínticos y sombríos donde se recluyen montones de individuos, algunos conectados ahora a un respirador artificial, solos, sin la más mínima esperanza de sobrevivir y sin poder decirle adiós a los suyos.
Pasar una semana, quince días, un mes, dos meses allí, sin que el sol nos bañe el cuerpo, apenas saliendo unos pocos minutos de vez en vez para, como los animales, conseguir alimento, provoca una inevitable hambre de vida.
En tanto nosotros padecemos este encierro, la naturaleza parece liberada. Ha sido capaz de regenerarse, de mostrar que somos poco importantes, que, aun sin que estemos presentes, los árboles, los animales, las rocas, los caminos de bordes enyerbados, las nubes preñadas de agua, seguirán vivos.
No solo dan cuenta de ello las aguas de los canales de Venecia; los ríos de todo el mundo se habrán limpiado un poco como se habrá limpiado el aire después de esta cuarentena.
Está pasando en China, donde el promedio de días sin contaminación atmosférica aumentó en un 21,5% en comparación con iguales periodos del año anterior, al decir de informes ofrecidos por el Ministerio de Ecología y Medio Ambiente de dicho país.
En tanto, los satélites de monitoreo de contaminación de la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA) detectan reveladoras disminuciones en el dióxido de nitrógeno (NO 2) sobre extensas zonas de Asia y Europa.
El dióxido de nitrógeno es un gas nocivo resultante de los vehículos automotores, plantas de energía e instalaciones industriales. Cuando todos estos generadores de contaminación, que funcionan como las hordas de turistas sobre las praderas, los bosques o las antiguas ciudades, disminuyen, el planeta sonríe.
Nosotros permanecemos encerrados, pensando en esa circunstancia; filosofando, el que lo haga.
La economía se estremece, la gente pierde los trabajos, se ponen en auge otros modos de ganarse la vida que no habían sido precisamente los tradicionales. Los políticos pasan sus días de mayores pruebas.
En tanto, el planeta respira, los animales regresan a lugares de los cuales se habían marchado, los parques reverdecen.
Somos nada en comparación con esta gran pelota demasiado grande aunque le llamemos “aldea”. No es insignificante un virus que ha dominado al mundo en pocas semanas.
La vida es breve y esa brevedad ahora permanecerá eternamente marcada por los almanaques del porvenir; jornadas para rellenar en rojo y con globos de texto verde y amarillo al lado, porque, después, nada será lo mismo.
Es y no es una simple manera de decir; lo avisan los filósofos y demás entendidos: El mundo experimentará una transformación radical, porque nosotros tendremos que haber cambiado después de todo esto cualquiera sea el resultado.
No hay bombas ni ejércitos disputándose un pedazo de tierra o imponiendo una ideología. Muertos sí hay. Incertidumbre y miedo. No es la tercera guerra mundial. O, quizá, lo sea.